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Eschenbach, escultor del alma de una gran orquesta

Programa: 'Concierto para violín y orquesta en Re mayor, op. 51', de Ludwig van Beethoven; 'Sinfonía núm. 4 en Fa menor, op. 36', de Piotr Ilich Chaikovski. Solista: Michael Barenboim. Director: Christoph Eschenbach. Lugar y fecha: Palacio de Carlos V, 7 de julio de 2013. Aforo: Lleno.

La extraordinaria actuación de la Orquesta Filarmónica de la Scala de Milán, conducida por uno de los grandes directores del momento, Christoph Eschenbach, hubiese sido el cierre ideal del Festival, al que este año le han añadido como coda final un programa flamenco que tiene su público y su interés, pero que no puede considerarse como broche a un evento de esta tradición. De cualquier forma para el crítico supuso el final de la edición del Festival propiamente dicho, cuyo resumen comentaré en otro lugar.

Con Christoph Eschenbach el éxito estaba asegurado. Además de sus numerosas actuaciones en el certamen, a todos nos quedaba su memorable interpretación hace dos años de la Sinfonía Resurrección, de Mahler, la mejor versión que hemos escuchado en los últimos tiempos, dentro de un ciclo sinfónico en el que estuvieron, también, Zubin Mehta y Daniel Barenboim. Si además contábamos con una orquesta de la categoría de la Filarmónica de la Scala de Milán, y un programa de concesión a todos los públicos, con el Concierto para violín, de Beethoven, con Michael Barenboim de solista, y la Cuarta sinfonía, de Chaikovski, la atracción era evidente, convocando a toda clase de asistentes, incluidos los desinformados musicales que ni siquiera tienen la corrección de esperar las reacciones del público, para no interrumpir con sus aplausos extemporáneos, no sólo al final de cada movimiento, sino incluso en medio de ellos. Lamentable imagen para un Festival que en 62 años se supone ha educado a un público más o menos cultivado.

Con estas molestias seguimos la triste interpretación del Concierto para violín de Beethoven, con un joven Michael Barenboim que aunque posee un sonido delicado y domina sin demasiados escollos la escritura de la hermosa página beethoveniana, carece del ímpetu, la fuerza, el dominio para establecer el diálogo exigible con la orquesta. Esa timidez del solista hizo que la orquesta se descompensara y Eschenbach, atento al timorato sonido del solista, se sintiese incapaz de transmitir la fuerza de una partitura genial que no se doblega al lucimiento del solista, sino que establece con él un diálogo elocuente y diverso al que no puede renunciarse en cualquier interpretación.

Obviando ese insuficiente inicio, Eschenbach y la Filarmónica de la Scala de Milán, con la interpretación de la Cuarta Sinfonía, de Chaikovski, nos arrebaton con su talento y poder comunicativo, convertido el director en auténtico escultor del alma de la orquesta y de la partitura que tenía en su mente, no sobre el atril. Y ese sentido de esculpir el espléndido material sonoro que tenía a su alcance estuvo latente a lo largo y ancho de la versión, llena de energía, aunque tampoco exenta de efectismo, para mostrarnos la perfección y belleza de la obra acabada que lograría los bravos más vigorosos y justos que he escuchado en este ciclo sinfónico. Es verdad que la Cuarta de Chaikovski se presta a ello. Por su sentido dramático parece estar más cerca de la Sexta que de la Quinta. Pero el sinfonismo, a veces denostado, del autor se desarrolla en múltiples variables, sin olvidar algún aspecto burlón en ese Scherzo con sus originales pizzicatos que borda la cuerda de una orquesta tan talentosa como la de la Scala. Pero antes hay que abordar ese fatalista Andante sostenuto y el Moderato con ánima, junto a la fanfarria subrayada por trompas y fagotes -espléndido y precisos en la versión escuchada el domingo-, que se sostiene en la función que desempeña en la Quinta, de Beethoven, para el estallido amenazador de la fanfarria. Su Andante es emotivo, el mencionado Scherzo es ese comentado juego de pizicattos, para lanzarse a la furia y los contrastes del Finale, Un allegro con fouco aborda algunos temas nacionalistas, presentes en toda la obra del ruso, incluyendo hasta una melodía folclórica -En la llanura había un álamo blanco- convertida en una fiesta popular subyugante, recubierta por una virtuosista y hasta endiablada escritura orquestal.

Pero todas esas complicadas expresiones orquestales, que desembocan en la fulgurante coda final, necesita no sólo de un conjunto orquestal perfecto, dominador y brillante en todos sus bloques, sino alguien capaz de esculpir tantos elementos dispares para ir construyendo el alma y el significado de la obra. Ese escultor de la música hecha materia es un genial Christoph Eschenbach que nos aprisionó, una vez más, admiradores de su destreza, de su vitalismo, del cuidado para extraer, diversificar, exponer y hacer latir todo ese material sonoro. Bien con simples movimientos de cabeza, como en los pizzicatos, o agitado y llevando en vilo a la orquesta, a la cuerda, manejada como un mar bravo o remansado, al poderoso viento, a la percusión, en una riqueza de efectos que sorprenden siempre por su intensidad y perfección.

Si no hubiese sino nada más que por la interpretación de esta sinfonía, la velada merecería la máxima calificación. Como lo merecieron los regalos de páginas de Wagner y Verdi, precisamente las mismas y conocidas que estaban en el programa de Gatti en el comienzo del Festival, y que Eschenbach y la Filarmónica de la Scala cerraron con un vigor y una elocuencia que no tuvieron en el concierto inaugural.

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