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Fallece Ernesto Sábato, último mito viviente de la literatura argentina Una poética del siglo XX

  • El autor de 'El túnel' y 'Sobre héroes y tumbas', gran luchador contra la dictadura, murió ayer a los 99 años en su casa de Santos Lugares l El escritor fue distinguido en 1984 con el Premio Cervantes

Argentina llora la muerte a los 99 años del escritor Ernesto Sábato, el último mito viviente de la literatura del país suramericano y figura fundamental en la defensa de los derechos humanos. "Se ha ido un faro de la ética", resumió el ministro de Cultura de la ciudad de Buenos Aires, Hernán Lombardi, quien consideró que éste es un buen momento para reivindicar la obra del autor del El túnel y Sobre héroes y tumbas, entre otras.

Sábato es "esa clase de personajes que valen la pena mirar, aprender y encontrar refugio, aunque discrepes en algunas cosas", destacó en declaraciones a la prensa.

El escritor murió en la madrugada de ayer en su casa de Santos Lugares, a las afueras de Buenos Aires, donde permanecía recluido desde hacía años a raíz de sus problemas de salud.

Elvira González Fraga, la mujer que le acompañaba desde que Sábato enviudó, en 1998, dijo que en los últimos días una fuerte bronquitis terminó de complicar su delicado estado de salud.

Debido a su ceguera, el autor se había visto obligado en los últimos años a abandonar la lectura y la escritura, y a llenar su tiempo con la pintura y otras aficiones que practicaba en su vivienda.

Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nobel de la Paz 1980, consideró que el escritor "tuvo una vida muy fructífera y muy participativa en los problemas sociales y humanitarios". "Aportó mucho al país y a la humanidad con su responsabilidad social, cultural y política", señaló al aludir a su papel de presidente en 1984 de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep).

Este grupo redactó el informe Nunca más, una obra clave que relató los horrores de la última dictadura militar argentina (1976-1983). La dirigente política y escritora Graciela Fernández Meijide, quien integró la Conadep, destacó "el coraje y la ética" del galardonado con el Premio Cervantes en 1984.

Escritor esencial de las letras argentinas del siglo XX y hombre ateo, polémico, defensor de los derechos humanos, desilusionado de la civilización, pintor de horrendas imágenes oníricas, Sábato tenía a bien su oficio de escribir. "Yo escribo porque si no me hubiera muerto, para buscar el sentimiento de la existencia", confesó Sábato, quien en el ocaso de su vida dejó su testamento espiritual en Antes del fin, un libro en el que un Kafka de fin de siglo indaga sobre la perplejidad y el desconcierto del hombre contemporáneo."Extraviado en un mundo de túneles y pasillos, el hombre tiembla ante la imposibilidad de toda meta y el fracaso de todo encuentro", escribió.

Además del Premio Cervantes de 1984, nueve años antes había obtenido el premio de Consagración Nacional de la Argentina y un año más tarde el premio a la Mejor Novela Extranjera en Francia, por Abaddón el exterminador. Pero pese a los reconocimientos internacionales y de transformarse en uno de los íconos populares de la literatura de su país, Sábato descreía de sus dotes de escritor."Nunca me he considerado un escritor profesional, de los que publican una novela al año. Por el contrario, a menudo, en la tarde quemaba lo que había escrito a la mañana", declaró.

"Yo creo que hay que escribir cuando no damos más, cuando nos desespera eso que tenemos adentro y no sabemos lo que es, cuando la existencia se nos hace insoportable", sostenía.

Nacido el 24 de junio de 1911 en la ciudad bonaerense de Rojas, el penúltimo de once hijos, Sábato intentó primero comprender el mundo a través de la ciencia y se doctoró en física en la Universidad de La Plata.Trabajó en radiaciones atómicas en el laboratorio Curie de París, pero terminó abandonando este camino en 1945 desalentado porque, dijo, estaba desencadenando un Apocalipsis.

Su esposa Matilde se constituyó en su mayor sostén en momentos de abatimiento y desesperanza, y fue madre de sus hijos Jorge y Mario. Con ella compartió un matrimonio de más de 60 años, así como la ruptura con el mundo de la ciencia y sus conflictos con el comunismo.

Decepcionado por la ciencia, abrazó la literatura y ese mismo año escribió el ensayo Uno y el Universo. Después, con sus únicas tres novelas El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón el exterminador (1974), traducidas a más de treinta idiomas, se consagró definitivamente como escritor.

Hace unos días, su hijo, el director de cine Mario Sábato, anunció que proyecta abrir un museo en la casa de Santos Lugares para cumplir un sueño de su padre. La residencia "va a ser restaurada íntegramente para que puedan exhibirse los objetos de mi padre", aseguró Mario, quien el año pasado estrenó una película sobre la vida de quien en 2007 fuera propuesto como candidato al Nobel de Literatura.

Sábato fue velado ayer en el club Defensores de Santos Lugares, como fue "su deseo de toda la vida", afirmó el hijo del escritor en breves declaraciones a los periodistas. "Sé que todos comparten el dolor y la tristeza que sentimos", subrayó antes de agradecer el apoyo y la contención de sus vecinos.

"Mi padre no nos pertenecía sólo a nosotros, lo compartimos con mucha gente que lo quiso y lo necesitó. Él había dicho: Cuando muera quiero que me velen acá para que la gente del barrio pueda acompañarme en este viaje final y recordarme como buen vecino", aseguró.

Pasado el tiempo, no es fácil distinguir al Sábato escritor de aquel que presidió, a primeros de los 80, la Comisión sobre los desaparecidos en la Argentina. Al cabo, en la obra de Sábato, de enorme ambición intelectual, se sustanció la interacción del hombre y de la máquina, y en consencuencia, la vasta deshumanización que ello supuso, toda vez que la ciencia había sustituido a los viejos dioses de la Antigüedad por el celérico espejismo de la electricidad y el átomo. Así, no es ocioso recordar la condición de físico de Ernesto Sábato (trabajó en el Laboratorio Curie en los años 30), y tampoco su desafección al estalinismo de aquella hora, cuando ya empezaba a ser obvio que el signo de los tiempos, desde el gulag soviético a Mauthausen, sin olvidar a ominosa Escula de Mecánica de Buenos Aires, varias décadas más tarde, había capacitado al ser humano para una nueva suerte de maldad, de incalculable eficacia: el exterminio preciso, mecanizado y masivo de sus congéneres.

Sábato, como no ignoran sus lectores, fue autor de tres novelas y de numerosos ensayos donde vino a evidenciarse, no sólo el azar político de la Argentina y su episodios más recientes, sino el proceso de extrañamiento, de enajenación, de un frío determinismo, que la tecnificación del globo había introducido en la Historia. No es casual, pues, que El túnel fuera publicada en el año 48, cuando ya se había publicado La familia de Pascual Duarte y estaban por publicarse El viaje al fin de la noche de Céline y el Molloy de Samuel Beckett. De hecho, fue el propio Camus quien propuso su inmediata traducción al francés, incluyéndolo así en la órbita intelectual del existencialismo de posguerra. Luego vendrían Sobre héroes y tumbas y Abaddon el exterminador, para cerrar esta abrumada trilogía sobre la desolación humana. Esas son, como ya se ha dicho, sus novelas. No obstante, conviene aclarar que la alienación argüida por Sábato no es una alinenación absoluta. Para Sábato, la soledad humana es consustancial al hombre; pero es la vertiginosa evolución científica operada desde el XVIII, quien faculta y precipita este ensimismamiento, esta objetivación del sujeto, hasta dar en la horrible perfección de las dos guerras mundiales y su fabuloso colofón de muertos.

Quizá no se ha insistido lo suficiente en que la enfermedad de Castel, protagonista de El túnel, es su implacable facultad lógica. Si este extraño drama culmina en crimen no es, en ningún caso, por el delirio irrazonable de su protagonista. Al contrario, María Iribarne muere por la irreprochable deducción, obsesiva y mezquina, de Castel, cuya capacidad para anudar indicios es, sobre espectacular, profundamente inhumana. En cualquier caso, El túnel no participa de de aquella humanidad aturdida, ambulatoria, estupefacta, de Camus y Beckett. La obra de Sábato es deudora de un problema crucial abierto por el Romanticismo: la dificultad de saber, la imposibilidad de decir cuanto de misterioso y leve habita el mundo. Ya a primeros del XX Von Hoffmannsthal resumió este problema en su famosa Carta de Lord Chandos. Pero antes había prefigurado el pensamiento de Novalis y de Goethe, de Chateaubriand y Heine, y en suma, de aquellos herederos de la Ilustración cuyo fulgor, el fulgor de la Razón, les resultó insuficiente.

No sabemos hasta qué punto es paradójico que alguien como Sábato, con un concepto tan desolado y amargo del ser humano, haya muerto a pocos días de cumplir cien años. Sí sabemos de cierto, sin embargo, que aquella amargura, que esta desolación, sigue siendo la nuestra

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