literatura 100 años del nacimiento del escritor

Fernández Castro, el roble centenario

  • Uno de los escritores más importantes de la Granada del último siglo merece el homenaje a su obra y a su talante · Novelas, cuentos, biografías y artículos en defensa de la ciudad marcaron una vida ejemplar

Granada es proclive a los olvidos de sus hijos que mejor han honrado a su ciudad, por su talento, sí, pero también por su talante, por su humanidad y por su amor desmedido por su tierra. Es el caso del escritor, dramaturgo, poeta y periodista José Fernández Castro, del que se cumple hoy cien años de su nacimiento, fecha que, por fortuna, el Ayuntamiento de Granada ha recordado en un acto institucional en el que se ha rendido homenaje al hijo predilecto, con una conferencia de César Girón, entre otros actos que los hijos del escritor preparan para intentar romper de alguna manera las vendas que ciegan tantos ojos a los que saben muy bien quién era y que obra nos dejó este granadino, nacido en La Peza el 16 de junio de 1912. Y para mostrárselo, igualmente, a quienes por su edad y su desconocimiento de un siglo de creación literaria, de inquietudes y de tragedias, no les dice nada este nombre que está grabado en los anales de una ciudad. Centenario de un viejo árbol, de un roble, aunque su aspecto delicado y enfermizo lo confundiera con un junco, que nunca se doblegó y resistió los avatares de la vida y de una España y una Granada, donde el cainismo fue en trágicos años seña de identidad.

En uno de los muchos libros que me dedicó -precisamente en la tercera edición de su primera obra La sonrisa de los ciegos, que incluía la comedia dramática A la sombra del árbol de los besos- me decía: "A Juan José Ruiz Molinero, escritor y buen amigo, otro más que por Granada y la familia, renuncia al éxito en Madrid". El que sí renunció al éxito que se hubiera merecido, porque su obra está a la altura de los mejores narradores de la época, fue Fernández Castro. Aunque con La tierra lo esperaba ocupó un tomo en la prestigiosa colección Austral de la editorial Espasa Calpe y le abrió puertas en el mundo literario nacional, él siguió apresado por la pasión granadina. Se sucedieron novelas de la fuerza de Balada del amor prohibido -premio Ángel Ganivet 1978- y De un verano a otro (1993), amén de las biografías del médico y político socialista Alejandro Otero y de Juan José Santa Cruz, el ingeniero que proyectó la Carretera de la Sierra y que fue fusilado en las tapias del cementerio, tras uno de esos esperpénticos juicios sumarísimos del franquismo. Biografía en la que basé el reportaje La carretera más alta y la muerte más baja en agosto del pasado año, en que se cumplía el 75 aniversario de su asesinato y que tanta repercusión tuvo por recordar a otra de las muchas víctimas ignoradas u olvidadas, las circunstancias de su muerte alevosa y los nombres de lo que intervinieron en aquella aberrante y trágica parodia de juicio donde fueron condenados a muerte otros republicanos, entre ellos el presidente de la Diputación Virgilio Castilla.

Menciono estos episodios porque Fernández Castro, como funcionario de la Administración, tras la sublevación militar tuvo que ocultar sus ideas izquierdistas, en un Gobierno Civil donde presenció no pocos episodios dramáticos, grotescos o indignos. Sin embargo, en su obra se revela una apasionada defensa de las libertades y los derechos humanos y su trilogía basada en episodios de la guerra civil está a la altura de los mejores testimonios literarios escritos en España. Recojo alguna frase de lo que Gregorio Morales dijo en un breve prefacio al último libro de la trilogía, De un verano a otro: "Es una gesta donde, a través del individuo, alienta el sino de un pueblo y de una culpa. La prosa es hermosa y fluida, atrayente la intriga, certeros los tipos, hábiles los diálogos. Estamos ante una novela que, a través del amor, del odio, de la vida y de la muerte, trasciende una época para dejarnos donde al final siempre prevalece el ser humano". En 1995 publicaría su libro autobiográfico Ramas de mi árbol. Memoria de Granada desde el Carmen del Alba, donde narra su primeros años en La Peza, su llegada a Granada, lo vivido durante la guerra civil, sus vivencias en la ciudad cultural, su labor literaria, su sentimiento y militancia socialista, su vida misma, con sus esperanzas y frustraciones.

Novelas, relatos, -El chaqué, El hombre al que mató la música y otros relatos, su último libro, en el año 2000-, ensayos -Sentido estético del amor-, teatro -Víspera de San José- y periodismo, con centenares de artículos, sobre todo en defensa de las señas de identidad de una ciudad, de su paisaje, de su fisonomía de lo que él consideraba intocable, como la Vega, destrozada en sus comienzos con la ampliación de la ciudad por ella -el barrio de Recogidas, el Zaidín, etc-, en lugar de hacerlo por la zona de secano del norte-; defensa que arreció cuando se pronunció en sus artículos contra el proyecto de cercenar la ciudad con el anillo de la circunvalación, defendida por el ayuntamiento socialista de Antonio Jara -muchos, con él, pedíamos que la circunvalación se alejara algunos kilómetros del centro para no asfixiarla-, cosa que le costó un expediente de la dirección del PSOE, al que estaba afiliado y su expulsión del mismo si no se retractaba. Como era un hombre coherente no rectificó. Salió dignamente, sin renunciar a los principios que había defendido toda su vida, hasta su muerte en el año 2000.

Yo nunca he pertenecido a partido alguno, aunque, como todos, tengo mis inclinaciones. Pero estoy seguro que hubiera durado en cualquier grupo, del signo que fuese, sólo unos minutos, tras escuchar las primeras consignas que hay que repetir como un papagayo. Los hombres que creemos que la libertad -de pensamiento, palabra y obra, que en otros tiempos se consideraba pecado- es nuestro único bagaje, que hay que defender con todas nuestras fuerzas y en cualquier circunstancia, no podemos acatar ningún tipo de ataduras.

José Fernández Castro fue un ejemplo de fidelidad a las ideas y a la libertad. Por eso digo que no sólo por su obra importante, sino por su talante y su ejemplo, además de su amor por una ciudad, a la que sacrificó todos los oropeles, es digno de ser recordado en su centenario. Recordado para los que lo han olvidado y darlo a conocer a los que, por edad u otras cuestiones, no han conocido de cerca ni la época ni a sus hombres y mujeres más lúcidos y ejemplares.

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