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De Francia a Finlandia con amor

orchestre de parís

Programa: 'Concierto para violín y orquesta núm. 1 en sol menor, op. 26', de Max Bruch; 'Sinfonía núm. 2 en re mayor, op. 43', de Jean Sibelius'. Violinista: Renaud Capuçon. Director: Jukka-Pekka Saraste. Lugar y fecha: Palacio de Carlos V, 3 de julio de 2015. Aforo: Lleno.

Uno de los pilares fundamentales del Festival es el ciclo sinfónico, en esta edición dignamente representado, si olvidamos la horrible Séptima de Beethoven en el concierto inaugural, que se compensó con la interpretación completa de la música que el genio de Bonn compuso para ilustrar el Egmont, de Goethe. La Orquesta de París, tan conocida y admirada en el Festival, a través de notables veladas, como la ofrecida bajo la dirección de Eschenbach, recientemente, cierra el breve ciclo. En el primer concierto, la orquesta parisina, muy renovada generacionalmente, estuvo dirigida por uno de los más interesantes directores actuales, el finlandés Jukka-Pekka Saraste y con un solista de solvencia como el francés Renaud Capuçon. Hay que subrayar que el violín ha vuelto a estas sesiones, de las que estaba algo ausente. Después del recital de Anne-Sophie Mutter, a la que me refería en su ductilidad de abarcar autores de todas las épocas, incluso mirando a la música popular clásica, los dos conciertos de la Orquesta de París incluyen obras violinísticas en su repertorio.

El caluroso viernes, entre las tórridas piedras y columnas recalentadas por el sol, en un día que superábamos los 40 grados, los músicos, embutidos en sus habituales trajes de etiqueta, se secaban el sudor o se abanicaban con las partituras antes de enfrentarse a la primera obra del programa, el Concierto para violín y orquesta núm. 1 en sol menor, de Max Bruch, una obra que ha eclipsado el resto de su producción, cosa que tanto irritaba al compositor por el olvido y los problemas económicos que padeció. El protagonista solista era el francés Renaud Capuçon que, sin alardes espectaculares, fue capaz de magnificar con su sonido delicado, preciso, elegante el conjunto de la obra, cuya versión actual procede de las indicaciones que el violinista Joseph Joachin le sugiriera al autor para su estreno en 1868 en Bremen. Hace falta un violinista dominador para abarcar con solvencia la riqueza lírica y melódica de la partitura, en esa idea de lo que, hoy, podríamos llamar 'nueva sentimentalidad' aplicada a la música. El adagio es el corazón de la obra, con una caudal de sentimientos y calidez expresiva que desemboca en el Finale. Allegro enérgico, en el que aparecen temas del folclore popular y, al mismo tiempo, obliga al violinista a un ejercicio virtuosista que demostró la capacidad técnica y comunicativa de Capuçon que, sin injustificados alardes, hizo una versión rigurosa, no todo lo conjuntada que hubiese sido de desear con la orquesta, que termina con un clima festivo y exuberante.

Los aplausos reiterados obligaron a Capuçon a deleitarnos, en el desnudamiento total del violín, con los sonidos sutiles, bellísimos, de un instante del Orfeo, de Gluck. Un excelente violinista para otra jornada dedicada al delicado y fundamental instrumento.

Que un director finlandés, Jukka-Pekka Saraste, se acerque a la obra de un compatriota como Jean Sibelius en su Sinfonía núm. 2 en re menor, op 43, es garantía de verdad para gozar en toda su dimensión de la belleza, poesía, interioridad y elocuencia de esta obra que, de alguna forma, culmina el periodo romántico del autor.

Claro que para esa tarea de perfección tiene que contar con una orquesta de la calidad de la de París. Pocas cuerdas pueden sonar con esa riqueza de matices, de perfecta armonía y diversidad para bordar -como ocurre en el Andante con moto- los pizzicatos solemnes de los instrumentos graves, contrabajos, para ir extendiéndose por el resto de la cuerda hasta formar un tejido arrebatador y subyugante. Saraste ha extraído de ese caudal soberbio del conjunto, con unas maderas y metales precisos, envueltos en la totalidad, sin estridencias, esa fuerza meditada, como si nos rodeara un paisaje de abetos y de agua, pero que desde la paz exterior e interior, nos conduce por un camino de serena profundidad, quizá con su sello de un nacionalismo no exacerbado, sino modelado por las raíces de la que parte. Ese estilo fragmentado que caracteriza a esta sinfonía necesita de precisión, pero también de reflexión y grandeza. Para algunos, como Lambert, sus sinfonías son las más dignas herederas de Beethoven y Brahms. En cualquier caso esta aureola de héroe finlandés, por su fidelidad y sentimentalidad, por su recogimiento e interiorismo ha prevalecido sobre los críticos de haberse parado demasiado en el tiempo.

Por eso hacen falta directores como Jukka-Pekka Saraste para hacernos comprender más densamente el mensaje de la obra. Un mensaje que subrayó, al final, con otra limpia mirada musical que nos dejó embebidos en la quietud y la reflexión desde el cobijo, que apenas abandonó, rodeado del paisaje que lo envuelve y que Sibelius humaniza. Un paisaje que influyó mucho más en el autor del poema Finlandia que el folclore local al que apenas recurrió.

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