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Hayao Miyazaki un maestro del cine

  • El cineasta japonés retorna a sus orígenes y al dibujo a mano en la película 'Ponyo en el acantilado' (2008), recién estrenada en nuestras pantallas

A Hayao Miyazaki acostumbran a presentarlo, por estos pagos, como "el Disney japonés". La etiqueta es bienintencionada, nadie lo discute, pero en último extremo reduccionista y desafortunada, y dice más de la pereza o impericia del escribidor de turno que de este maestro del cine (así, a secas). Hayao Miyazaki (Tokio, 1941) es un afamado mangaka (dibujante de cómics), además de un veterano cineasta que escribe, produce y participa en la ilustración de sus películas; un autor con un universo narrativo propio, al margen de los peregrinos dictámenes de la moda, y un estilo inconfundible e intransferible. Hablamos de un creador singular a quien el sambenito de émulo de Walt Disney no hace justicia en absoluto.

Miyazaki comenzó colaborando en un par de famosos seriales televisivos, Heidi y Marco, cuyo éxito en Occidente abrió de par en par las puertas a la animación nipona, una riada desbordante en donde se pesca de todo y a manos llenas, peces y zapatos, refinamiento y vulgaridad, a menudo, en una misma producción. Según algunas filmografías, debutó en el largometraje con El castillo de Cagliostro (1979), al que siguieron Nausicaa del Valle de viento (1984), basado en un manga propio, y El castillo en el cielo (1986). Resulta difícil pronunciarse sobre esta primera etapa de su carrera pues, por desgracia, sus filmes de entonces han tenido una pésima distribución entre nosotros. El trabajo suyo más antiguo que conozco, Mi vecino Totoro (1988), es una sencilla historia en torno a una familia recién mudada a una casa en donde todo está por descubrir. Mientras la madre permanece unos días en el hospital y el padre se ocupa de algunos arreglos, las dos niñas protagonistas viven con entusiasmo la exploración del nuevo hogar y los campos de alrededor. Hablamos de una fábula de belleza delicada, intensamente vitalista; la obra de quien ha alcanzado un pleno dominio del medio y definido una poética propia. La película tiene una de esas atmósferas en que cualquier cosa puede ocurrir (y de hecho, ocurre).

La primera realización de Miyazaki en conocer el beneficio del estreno en salas comerciales fue Porco Rosso (1992), la historia de un cerdo antropomorfo, reconvertido en personaje trágico. El protagonista es un piloto de hidroavión, de origen italiano y modales exquisitos, en un Mediterráneo de folletín a merced de piratas que se sirven de aeronaves en sus correrías. La máxima de héroe tan peculiar es: "Un cerdo que no vuela es sólo un cerdo", a lo que los demás responden: "Por mucho que vuele, un cerdo será siempre un cerdo", una esgrima dialéctica de mayor calado de cuanto pudiera parecer. Porco Rosso es una película inesperada y excepcional: no se parece a ninguna otra. Es un relato con un punto desquiciado, una ucronía fechada en la tercera década del siglo XX e impregnada de los aromas del surrealismo, capaz de renovar ininterrumpidamente la sorpresa del espectador durante todo el metraje. Tras ésta vino La princesa Mononoke (1997), estrenada gracias, sobre todo, al actual boom del cine de animación.

En Occidente, el reconocimiento definitivo le llegaría a Miyazaki con El viaje de Chihiro (2002), ganadora del Oso de Oro en el Festival de Berlín y del Oscar al mejor largometraje animado. En un desplazamiento en coche, una familia toma un desvío equivocado y va a dar con un extraño balneario que creen, equivocadamente, un parque temático. Los padres entran, comen en un restaurante y, al igual que el protagonista de Porco Rosso, se transforman en cerdos. La pequeña Chihiro permanecerá allí para ayudarlos, y tomará decisiones y asumirá sus responsabilidades, esos pequeños ritos de paso imprescindibles en nuestro crecimiento, en un mundo habitado por criaturas imposibles. El viaje es físico y anímico. El espectador occidental entreverá vislumbres de Alicia en el País de las Maravillas, también Pinocho, es decir, fantasías con un fuerte componente iniciático. En un itinerario surcado de obstáculos, la protagonista aprenderá a descifrar las claves de un mundo hostil, se adaptará a unas nuevas reglas y las pondrá en práctica para llegar al final del camino (Que es la lógica de todo relato fantástico: si no se participa de éste, se rompe el hechizo).

Su siguiente película, El castillo ambulante (2004), debería haberla dirigida Mamoru Hosoda. No obstante, una serie de "discrepancias artísticas" llevaron a Miyazaki a hacerse con las riendas del proyecto. La impresión es, dicho sea con el máximo respeto por éste, que Hosoda difícilmente habría mejorado el resultado final. El castillo ambulante es una Obra Maestra, una fábula de soberbia concepción visual, arriesgada en sus elecciones estéticas, de una cadencia narrativa anómala, plagada de instantes únicos e irrepetibles; un trabajo que vale la pena revisar e interrogar de nuevo, en el convencimiento de que nunca terminará de agotar ni las respuestas ni las sorpresas. El cine de Miyazaki es un hallazgo continuo. Un cine libre de las ataduras de la moda, se ha dicho, y a los hechos me remito. En un momento en que la animación generada por ordenador está encerrando en el gueto a los practicantes de la animación tradicional, Ponyo en el acantilado (2008), recién estrenada en nuestras pantallas, propone un temerario salto atrás. En esta película, el cineasta japonés ha optado por volver a los orígenes, al dibujo a mano, al trabajo artesanal. La propuesta tiene un nosequé insolente, como cuando, tras la implantación del cine sonoro, Charles Chaplin insistía en hacer películas mudas.

Al igual que con otros grandes maestros del cine (al igual que Chaplin, pues sí, o John Ford, Fritz Lang, Alfred Hitchcock o Akira Kurosawa), hablar de Hayao Miyazaki es hacerlo de un narrador capaz de moverse con desenvoltura en cualquier registro, y ser vigoroso en los momentos de acción, y feliz en los paréntesis humorísticos, y delicado en los pasajes más poéticos, muy abundantes en su obra. Lo diré con las menos palabras posibles: En una sola película de Miyazaki hay más buen cine que en la filmografía completa de muchos otros cineastas.

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