Historias de fantasmas
La escritora británica Sarah Waters sorprende con un relato de aparecidos, 'El ocupante' (Anagrama), que evoca historias similares de Henry James o Daphne Du Maurier
En pleno Siglo de las Luces, Madame de Deffand dijo más o menos lo que sigue: "No creo en fantasmas, pero me dan miedo". La contradicción es sólo aparente. En no pocas circunstancias, la razón dicta una cosa, el instinto otra y, mal que nos pese, el segundo lleva las de ganar. ¡Qué es el miedo sino un sistema de alarma instalado en nuestro organismo por el instinto de supervivencia! No es necesario creer en fantasmas para sentir miedo de éstos. Incluso el más curtido de los mortales -pondría la mano en el fuego-, de noche y en un lugar inhóspito, en una calle mal iluminada o en un caserón que está cayéndose a pedazos de puro viejo, reaccionaría más exageradamente de lo habitual si descubriera "algo" fuera de lugar: una puerta abierta que creía cerrada, una luz encendida cuando debía estar apagada, una silueta huidiza en una habitación vacía. Se trata de fenómenos perfectamente explicables que, en ciertos contextos, se transforman y trascienden, sugestionan e inquietan.
En El ocupante, una inesperada novela de Sarah Waters a la manera de Henry James o Daphne Du Maurier, los personajes también son reacios a creer en sigilosas presencias ultraterrenas. El doctor Faraday -protagonista y voz narradora-, un hombre de ciencia en torno a los cuarenta años, firmemente asentado en un pragmatismo clínico, severo, debe vérselas con unos sucesos que atentan contra los fundamentos del pensamiento racional. Faraday adopta una posición mesurada, pertinente, y aún así no saldrá indemne. Un día acude a la mansión Hundreds Hall para atender a una sirvienta; la chica se dice enferma, pero lo que realmente está es asustada. El doctor la anima como buenamente puede. No obstante, su campo de acción es el cuerpo, no el espíritu (y menos aún, los espíritus). El viaje, en cualquier caso, no habrá sido en balde. Este percance le permite estrechar lazos de amistad con la familia Ayres, representante de una vieja casta de terratenientes venida a menos. Para Faraday, dicha relación tiene algo de conquista personal. En el pasado, su madre trabajó como niñera en Hundreds Hall y cuando visitaba la mansión, siendo niño, siempre entraba por la puerta de servicio. Lamentablemente, al abrírsele la puerta principal de la casa, el lugar es una sombra de lo que fue, plagado a su vez de sombras.
Sarah Waters se demora en el retrato de personajes y ambientes, pero la dilación no supone morosidad: la prosa es fluida y certera en la exposición de ideas, la expresión de emociones o la creación de atmósferas. En el lento escanciado del relato de Faraday -un narrador poco fiable, se lo advierto-, la inquietud va introduciéndose de manera paulatina, calculada. El joven Roderick Ayres, sobre cuyos frágiles hombros recayó la administración de la hacienda tras la muerte del padre, empieza a mostrar graves trastornos nerviosos. Faraday achaca este derrumbe a los muchos problemas económicos que le están obligando a malvender las propiedades familiares; Roderick, en cambio, culpa de todo a un ente malvado, un inquilino de esos grandes salones y alcobas cerradas, que quiere ensañarse en el clan. El médico no le hace caso, ¡cómo hacérselo! Pero sí su madre, la señora Ayres, que incuba temores similares, y poco a poco también su hermana, Caroline, una chica fea e inteligente, hombruna y resuelta -en las antípodas de las heroínas que habrían descrito James o Du Maurier-, quien, en principio, se había mostrado impermeable a las historias de aparecidos.
Ciertamente, algo oscuro ha anidado en Hundreds Hall pero, sorprendentemente, la explicación racional, o psicoanalítica, supera en desasosiego a una lectura sobrenatural de los hechos. ¿Y si los fantasmas fueran proyecciones de ciertos anhelos inconscientes? ¿Y si este fantasma fuera la forma que adoptan los deseos más turbios de los distintos personajes, incluido Faraday? En vez de un alma en pena, el espectro podría ser una manifestación de los traumas de Roderick, el sentimiento de culpa de la señora Ayres, el deseo de escapar de Caroline o el empeño de escalar socialmente del doctor. Waters recurre a los ingredientes característicos del clásico relato de fantasmas, sin someterse a ellos. En la historia no faltan llamadas o pasos en la noche, tenues susurros en corredores vacíos, mensajes cifrados en las paredes, etc. Esta parafernalia, sin embargo, no es el verdadero objetivo de la escritora. A Waters le interesa más mostrar cómo reacciona un puñado de personas, con la cabeza bien asentada en los hombros, antes una situación que socava certezas, siembra dudas, desgasta convicciones.
La ficción le permite a Sarah Waters preguntar a esos personajes y preguntarse a sí misma, también al lector, de cuántos quilates son las verdades en las que creemos. Si tuviéramos que endosarle una moraleja a esta extraordinaria novela, bien podría ser ésta: la verdad es una de las cosas más fantasmales de este mundo.
Sarah Waters. Anagrama, Barcelona, 2011.
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