Jason Bourne en Iraq

Carlos Colón

18 de marzo 2010 - 05:00

Acción bélica, EE UU, 115 min. Dirección: Paul Greengrass. Guión: Brian Helgeland. Intérpretes: Matt Damon, Greg Kinnear, Amy Ryan, Brendan Gleeson. Música: John Powell. Fotografía: Barry Ackroyd. Montaje: Cinema 2000, Kinépolis, Madrigal, ArteSiete Alhsur.

La trilogía de Bourne (2002-2007) ha sido uno de los grandes hallazgos del cine de acción de los últimos años: una electrificación paroxística de los thrillers de espionaje de los 60 y de las películas de intriga con vocación conspirativa y pretexto más o menos político de los 70. El realizador de las dos últimas entregas de la trilogía y el intérprete de las tres se unen ahora para llevar el proyecto aún más hacia el cine conspirativo de acción e intriga con pretexto político utilizando sus elementos esenciales: un conflicto (la guerra de Iraq), una trampa (las inexistentes armas de destrucción masiva), un idealista engañado (un oficial norteamericano que va descubriendo la trampa), un miembro del aparato dispuesto a desenmascarar a sus colegas conspiradores (el agente de la CIA que no se traga lo de las armas), una periodista (que se siente estafada por las falsas informaciones y se convierte en el canal de denuncia), unos buenos malos (los asesores de Washington y los agentes secretos que tejieron el engaño para provocar la invasión) y sus sicarios aún peores (la sección especial del ejército que elimina a cuantos se acercan a la verdad).

Todo se ha contado y visto ya desde hace por lo menos 50 años, del descubrimiento progresivo de la tela de araña al final en el que la prensa hace de Séptimo de Caballería. Pero nada malo hay en ello: fuera de las infinitas posibilidades que ofrecen la vida cotidiana y la naturaleza humana, cantera inagotable que el cine desdeña olvidando las lecciones de Renoir o Rossellini, sólo hay un puñado de historias de luchas, héroes y aventuras que contar; y son las que se cuentan, con las variaciones que se quiera, desde Homero hasta hoy. En la literatura y el cine popular, que esquematiza la complejidad humana de estas historias-matrices, la cosa se reduce aún más. Hay poco que contar, y se cuenta una y otra vez. Pero que se haga, o que historias como la de esta película vivan desde hace medio siglo en la pantalla, es una muesta del interés que siguen suscitando.

Paul Greengrass es un buen realizador que podría serlo más si dejara la cámara quieta y le diera un sedante a su montador. Porque es experto en burlar el aburrimiento, lograr que los actores sean creíbles, jugar con las situaciones en una frenética escalada de tensión y crear espectáculo con pocos elementos (aunque a veces utilice muchos medios y efectos, sus mejores momentos suelen ser los más despojados de trucos). La cámara histérica, el montaje tartaja, las carreras o explosiones pueden fascinar hipnóticamente al espectador con el ojo dañado (o entrenado, según lo que se opine de ellos) por la televisión o los videojuegos. Pero lo que mantiene el ánimo del espectador -que decían los críticos antiguos- es la habilidad con que está tejida la trama y con que los actores interpretan a sus personajes estereotipados como si celebraran un ritual en el que todos tienen la cara de lo que son y actúan como se espera de ellos. Brillante y entretenido juego de convenciones que muchas otras veces han demostrado su eficacia, Green Zone tiene además el mérito de denunciar el juego de engaños que hizo posible la invasión de Iraq con un lenguaje emocional muy convincente para el gran público.

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