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Lloraste en el Generalife

TANTA hermosura, duele!", te oí decir. Y cuando, un poco sorprendido, me volví a mirarte, vi correr lágrimas por tu cara. Yo conocía demasiado bien (¿quién mejor que yo?) tu sensibilidad a flor de piel; pero tras de tantos y tantos años de nuestra íntima convivencia, todavía me faltaba por descubrir en ti este grado de total entrega, que así llegaba a dejarte rendida y deshecha ante la belleza intolerable de una hora feliz.

Era otoño. Estábamos pasando algunos días en mi recuperada tierra granadina. Habíamos subido a la Alhambra y, olvidados, paseábamos por los jardines del Generalife, bordeando los arriates de arrayanes, junto a los macizos de flores, alrededor de las fuentes, bajo un cielo de azul perfecto, sin otro ruido que el continuo rumor del agua y algún gorjeo del pájaro que tal vez ha saltado de una rama a otra. Apenas si hablábamos; nada había que decir: nos bastaba sabernos unidos y en paz.

Me reí de tus lágrimas, y tú, en seguida, también te reíste.

"¡Qué gloriosa efusión! -me burlaba yo-. ¡Lágrimas de gozo!"… Húmedas todavía las mejillas, te reías también tú.

Un poco más tarde, cuando quisiste valerte de tu cámara para apresar aquel momento único en unas cuantas instantáneas: fotos de mí, de ti misma, de ambos, tomadas en el delicioso paraje, en el lugar ameno, me puse a predicarte sobre la futilidad del intento. "El tiempo huye, lo sabes", te dije; "el tiempo no se deja capturar en una fotografía, como tampoco cabría encerrarlo en las estrofas de un soneto. ¿Para qué, entonces, tanto afanarse en vano?".

Esa era mi prédica. Y sin embargo, ¿quién resiste al deseo?, ¿quién renuncia a la esperanza?: desatendiendo, terca, mi admonición prudente, sacaste tus fotos, mientras que yo mismo -debo confesarlo- furtivamente apuntaba en mi cuadernito de notas: Hoy Carolyn ha llorado en el Generalife; y todavía, para más precisa memoria, agregaba la fecha: 18 de noviembre de 1992.

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