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Macedonia de muertos, fantasmas y enfermedades

Terror, EE UU, 2007. Dirección: Peter Cornwell. Guión: Adam Simon, Tim Metcalfe. Intérpretes: Virginia Madsen, Kyle Gallner, Elias Koteas, Amanda Crew, Martin Donovan. Cines: Ábaco, Al-Ándalus Bormujos, Arcos, Cineápolis, Cineápolis Montequinto, CineZona, Los Alcores, Nervión Plaza, Metromar.

Desde sus orígenes a principios del siglo XIX la literatura de terror, y después el cine, han sido una especie de puesta en escena de los terrores, fobias y ansiedades que torturan de noche y se intentan olvidar de día. Cuando esos terrores desbordan la noche aparecen las diferentes formas de locura que la literatura y el cine también han tratado. El género escenificaba lo que el miedo, el decoro o la razón -recuérdese el goyesco lema de que el sueño de la razón engendra monstruos- aconsejaban ocultar y reprimir. La muerte, la fuerza del deseo adueñándose de la personalidad hasta conducirla a la depravación, la locura, la desconcertante existencia del mal gratuito… En cada momento histórico la literatura y el cine de terror han abordado metafóricamente los miedos de una sociedad. Desde los años 60 el terror moderno ha tratado, de formas muy distintas, el gran terror contemporáneo: la enfermedad. Powell y Hitchcock abrieron fuego el mismo año 1960 consagrando al demente psycho-killer en El fotógrafo del pánico y Psicosis. El recreo en el sufrimiento físico y el horror por la sangre y las entrañas alimenta el gore desde La noche de los muertos vivientes de Romero (1968) hasta hoy. A partir de los 80 la enfermedad como nueva fuente de terror quedó aún más definida en Alien de Scott (1979), que podía verse como una estremecedora metáfora del cáncer, y en el giro del universo literario de Stephen King en el que, desde Cementerio de animales (1981) a It (1986) o La milla verde (1996), la enfermedad fue adquiriendo un lugar predominante.

Exorcismo en Connecticut sigue esta línea haciéndola aún más explícita al fundir el difuso miedo a las criaturas del más allá que están atadas al lugar en el que sufrieron, el más concreto yuyu a las cosas de los muertos y el muy real miedo a la enfermedad que padece uno de los protagonistas. Que sea la enfermedad terminal la que le convierte en un punto de encuentro entre los terrores de este y de los otros mundos, en una casa antes literalmente habitada por cadáveres y visitada por fantasmas, es un enfoque desagradablemente original que el guión aporta al género. La realización, en cambio, poco aporta. En su debut con picadores -antes había triunfado en el mundo de los novilleros cinéfilos con el cortometraje Ward 13 y la televisiva Post-Apocalyptic Pizza- demuestra buenas maneras fílmicas al plantear la historia; pero pierde los papeles con los efectos especiales que convierten la morbosa tensión de la primera parte en un barracón de feria. ¿Nadie le ha dicho que lo que está pero no se ve asusta más que lo que se muestra?

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