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Manolete, poemas en el aire

Es increíble la buena forma, las buenas maneras, que mantiene Manolete. Parece que vuele en el escenario. Con esa delicadeza y aparente sencillez que sólo trasmiten los grandes. Es inútil, no obstante, que busquemos la energía de siempre, la flexibilidad de antaño, el equilibrio perfecto. Pero en cambio ha ganado en presencia y carisma.

Manolete se presenta en el Festival de Otoño con un numeroso cuadro de flamencos de renombre. El sonido impecable; los músicos en su sitio, aunque el chelo desafinara en ocasiones; el cuerpo de baile, sin embargo, dejaba mucho que desear, su descoordinación e inseguridad desvanecían la magia del maestro.

Unos fandangos de Huelva, aderezados con otras músicas, sirven de presentación a los actuantes y preludio a las seguiriyas, con martinete, que se marca el bailaor granadino. Un bastón y una silla ayudan a desperezarse, recordando su trayectoria, sus comienzos, sus más aplaudidas creaciones. En el patio, lo reciben con vítores; lo observan con oles, admiración y respeto; lo despiden con emocionada ovación. Estas seguiriyas las remata el cuadro de baile. Cuando no está perfectamente marcado, el baile es preferible que sea individual.

A continuación, otra obra maestra en forma de farruca, instrumental solamente, donde Manolete flota en el escenario. Su braceo, su juego de pies, seguro, reposado, sin emergencia alguna, hacen de él un modelo a seguir, un baile a mantener como se protege un monumento o un parque natural. Da alegría pensar que la 'Furia Maya' comienza mucho después. El espectáculo del artista sacromontano es flamenco, sólo flamenco, puro flamenco. No se va por las ramas de una fusión dudosa (¿confusión?) de una vanguardia mal entendida. La novedad estriba en el momento en que se hacen las cosas, en la frescura con que se retoma el pasado, en la honestidad con que se baila, y no necesariamente en quebrar unos moldes que, la mayoría de las veces, mejor es dejarlos como están.

El chelo, impreciso, introduce unas bulerías que bailan a dos e individualmente Pol Vaquero y David Paniagua. Bulerías que culmina el maestro sentado en una silla con las guitarras sordas y el compás a su lado. Coda que da pie a las cantiñas. Las alegrías son otra lección de buen gusto, estilo y control. Claramente se demuestra cómo el baile manda en la escena. El bailaor dirige y todos están a su servicio. No siempre pasa eso. Estos aires de Cádiz son respondidos por el resto de los bailaores.

Como regalo final del espectáculo, un pequeño dulce, unos pasitos de baile de toda la compañía, que, en unos segundos, nos ofrecen una flor.

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