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Memoria burguesa del ballet romántico

  • 'Giselle', un monumento a la trascendencia banal junto a obras como 'El cascanueces, ha sido bailada en el Generalife por artistas como Margot Fonteyn y Nureyev o Trinidad Sevillano, entre otros

Explicaré, primero, a los lectores que esta noche asistan en el Generalife a una nueva representación de Giselle lo que quiero decir con "monumento a la trascendencia banal" cuando me refiero a los títulos cumbres del ballet romántico, entre los que hay que incluir por derecho propio a El lago de los cisnes, La bella durmiente o Cascanueces, entre tantos otros que iluminan el mundo de la danza clásica desde mitad del siglo XIX hasta nuestros días.

Trascendencia, primero, por el refinamiento, la perfección y el virtuosismo que requieren sus muchas veces geniales coreografías a los bailarines, bien sean como conjunto o en la responsabilidad de los roles artísticos individuales. No en balde las versiones coreográficas, en el caso de Giselle, la han firmado maestros claves en la historia del ballet como Lucien y Marius Petipa, Michel Fokine, para los Ballets Russes de Serge Diaghilev (París, 1910); Serge Lifar, Alicia Alonso o Frederick Franklin, entre otros. Es tanta la exigencia de perfección, de técnica, de expresividad y de dominio que necesitan no sólo sus escenas blancas, sino sus solos, pasos a dos, etc. que sin ellos no se comprendería la danza misma y ni siquiera hubiese evolucionado como lo ha hecho la contemporánea, lógicamente cimentada en las grandes escuelas de danza clásica francesa, rusa, italiana, danesa, etc. La época del ballet romántico coincidió con la aparición de la familia Taglioni, en Milán, donde María, en 1832, emplea en La Sylphide, coreografiada por su padre Filippo, las puntas y el tutú, símbolo de las bailarinas. Ese nuevo concepto se impone y es una obviedad decir que sin el dominio técnico de las escuelas clásicas ningún bailarín estaría capacitado para desmenuzar las libertades y el mundo expresivo contemporáneo de un Maurice Bejart o de Martha Graham, por ejemplo. Sin las aportaciones musicales a la danza clásica de Tchaikowsky o, en este caso, de Adam, en un tono menor, no se hubiesen atrevido los coreógrafos y las compañías internacionales -la de los Ballets Russes, de Diaghilev, ya mencionados- a dar vida esplendorosa y nueva a El pájaro de fuego o La consagración de la primavera, de Stravinsky, entre tantas otras incursiones y experiencias sobre músicas de hoy o del pasado. Ni los compositores se hubiesen atrevido a escribir música específica para ballet.

Y banalidad porque no pueden ser más intrascendentes y aburguesados los argumentos, con príncipes y princesas, bellas campesinas enamoradas, encantamientos, magas y magos, cisnes buenos y malos; bellos fantasmas blancos, claves de un mundo onírico vital; muertes y resurrecciones más allá de los campos santos; amores capaces de vencer todo lo que está en su contra, y de elevarse sobre la misma eternidad. Todo este infame entramado literario de los libretos románticos -incluso aunque estén firmados, como en este caso, por Théophile Gautier y Jules-Henri Vernoy, basado en la obra De l'allemagne (1835) de Henrich Heine- no podría tenerse en pié sino fuese por la emoción que envuelve a los espectadores, de ayer y de hoy, provocada por músicas casi siempre excepcionales -la de Adolphe Adam no lo es exactamente, pero si muy apropiada a la acción-, capaces de sobrevivir o incluso superarse en sus versiones de concierto, y por la belleza misma del espectáculo, la pureza de la danza, como transmisión directísima de lo que es capaz de expresar el cuerpo humano en movimiento, y la capacidad de los bailarines de exteriorizar toda la emoción de sus sentimientos y de la acción dramática propiamente dicha. Casi lo mismo podríamos decir de los argumentos y libretos operísticos, salvando las distancias de la forma del espectáculo y de la independencia de la palabra cantada. En cualquier caso, lo cierto es que estos títulos no pueden faltar ni en una compañía que se precie ni en los programas de danza de teatros, festivales, etc. que, sin ellos, los públicos se sentirían huérfanos de su concepto plástico y expresivo de la danza, a pesar de ser el más antiguo modo de comunicación corporal que han tenido los seres humanos. Concepto en cuya memoria social perviven, sin embargo, estas fórmulas de espectáculo total, de belleza y de pureza danzante que, a veces, no se estima tanto en otras fórmulas más cercanas, pero que permiten eso tan alcance de todos los públicos como son las comparaciones y el ejercicio de memoria de un concepto burgués del arte como recreo de los sentidos y de las emociones.

Con Giselle, que esta noche interpretan el Ballet y la Orquesta del Teatro Stanislavsky, hemos disfrutado muchas veladas nocturnas en el Generalife, con el fondo -cuando los hubo- de cipreses, como telón exclusivo y suficiente. En mi álbum de críticas que redacté encuentro, nada más y nada menos, nombres protagonistas como los de Margot Fonteyn y Rudolf Nureyev, un 24 de junio de 1968, en la inauguración del XVII Festival -inauguración a la que asistieron los príncipes de España don Juan Carlos y doña Sofía-, donde la Fonteyn dejó refrendada su "calidad de primera figura -escribí al día siguiente-, expresiva, alada, ágil, con esa gran elocuencia de su alta escuela y sus soberbias condiciones artísticas. Nureyev, ciertamente, ha sido un compañero dúctil, pero que tal vez ayer quedó relegado en una cierta frialdad, aunque ha tenido espléndidos destellos, especialmente en el segundo acto". Fue el mismo Festival donde Zubin Mehta dirigió dos conciertos a la Orquesta Nacional, con Joaquín Achúcarro y Alfred Brendel como solistas al piano, entre otros momentos reseñados cumplidamente. Antes, en 1961, el Ballet de la Ópera de París nos ofreció la versión de Serge Lifar, donde destaqué la "expresividad y el ardor rítmico" de Marjorie Tallchief, la belleza de Jacqueline Rayet, "apasionada y sensible", y "la briosidad de George Skibine". Entre otras muchas versiones que distintas compañías han programad en el Festival, recordaré, la Giselle del London Festival Ballet, que una jovencísima española, Trinidad Sevillano, junto a Meter Schaufuss, interpretaron en 1986. De Trinidad dije que era una "bailarina de condiciones excepcionales, dotada de una técnica impecable, pero también de una personalidad, delicadeza y expresividad sólo al alcance de las primeras figuras".

Las sesiones de danza del Generalife han sido pródigas en ballets románticos. El lago de los cisnes ha sido el gran recurrente, en versiones excepcionales del Ballet de la Ópera de París, o hace dos años por el Royal Ballet, con Tamara Rojo, en el delicado doble papel de Odette-Odile. No han faltado, tampoco, mediocres y hasta pésimas versiones -"Naufragar en el lago de los cisnes", titulé una crítica que no merece recordar a los protagonistas-, y hasta sátiras admirables del Ballet Troccadero, de Montecarlo, que sorprendió al público convencional, pero que nos divirtió con su maestría travestida para buscar el lado satírico del ballet clásico. Todo ello dentro de un capítulo, el de danza, fundamental en el Festival, donde no sólo hemos visto danza clásica y romántica de alto nivel, sino contemporánea, con los mencionados conjuntos de Bejart y Graham, entre otros muchos, españoles incluidos, como ocurre con Victor Ullate, presente este año también en esta edición. Amén de los nombres de los ballets españoles o flamencos de Antonio, Gades, Mariemma, etc.

Digamos, finalmente, que Giselle es un ballet deslumbrante para lucimiento de las figuras, dotado de los elementos virtuosistas y plásticos que atraen al público. La música de Adolph Adam es muy ajustada a los temas danzantes, a los que debe excesiva pleitesía. Su argumento, archiconocido, se divide en dos actos enlazados, pero diferenciados, en su estética y en su forma expresiva. Relata los galanteos de un disfrazado duque Albrecht, Loys, con la campesina Giselle. En una fiesta popular de vendimia Giselle baila, pese a los recelos de su madre por su frágil salud. Madre que cuenta como las jóvenes que mueren danzando se convierten en blancos fantasmas willis que aparecen en los bosques en los claros de luna. Al baile llega el príncipe de Curlandia y su hija Bathidle. Giselle danza para la princesa. Llega Albrecht e Hilarión, el que pretende a Giselle, lo desenmascara. El duque se va con la princesa y Giselle pierde la razón, por el engaño, bailando desesperada la escena de la locura -una de la más brillantes y difíciles para una bailarina-, para finalmente atravesarse con la espada de su amado y morir en brazos de su madre.

La segunda parte, en ballet blanco, la reina de las Willis evoca a los fantasmas femeninos para recoger desde su tumba a Giselle. Aparecen los amantes Albrecht e Hilarión, este último llevado a la muerte en la danza frenética de las Willis y de su reina Myrtha, quién también pretende hacer lo mismo con el duque. Pero Giselle permanece junto a él, en su frenesí danzante, hasta que amanece, salvándole de la muerte, aunque ella seguirá a sus compañeras etéreas a sus fantasmales moradas.

Delirante y habitual argumento convencional en los ballets románticos, pero oportuno para dar cabida a la espectacularidad, al virtuosismo de los bailarines en los solos, los pasos a dos, la viveza, la solemnidad, los recursos más expresivos de la danza y de la escena. Convencional, sí, pero siempre salvado por la excepcionalidad de los conjuntos y de los bailarines, en especial en los papeles estelares. Una prueba, sin duda, para cualquier velada de calidad que se precie. Con la necesaria orquesta en el foso y sin el tantas veces denostado recurso de la música 'enlatada', esta noche el Ballet y Orquesta del Teatro Stanislavsky tendrán una dura y difícil prueba.

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