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Paradojas rítmicas

  • Álvaro Salvador, que ya habría pasado a la historia de la poesía española por su extensa colección de obras, demuestra que puede seguir creciendo y dejar sin palabras a sus lectores con 'La canción del Outsider'

Álvaro Salvador. Visor. Madrid, 2009

Nunca se debe bajar la guardia ante un buen poeta. Porque cuando menos te lo esperas los buenos poetas golpean con un gran libro sobre la mesa y te deja sin palabras. Álvaro Salvador ya habría pasado a la historia de la poesía española con libros como Tristia (1982), La condición del personaje (1992) o Ahora todavía (2001). Sin embargo ha demostrado que es capaz de seguir indagando, de crecer y transformarse. Así lo prueba su último poemario La canción del Outsider, ganador del Premio de Poesía Generación del 27 y publicado el año pasado por la editorial Visor.

El libro se abre con el poema Madrugada. Tras una fría y larga noche, el paisaje se despereza, pasa una luz que calienta e irrumpe la vida en forma de gato. Este presente pleno no impide un tropiezo con el amor pasado, cuya cifra satánica («¡Seis años y seis meses y seis días!») no despierta una ola de perturbación y resentimiento, sino de asombro. El pasado no lastra la frescura primaveral del presente, de su Concierto.

Verso a verso, el libro fragua paradojas sorprendentes. Decíamos que, en el primer poema, un amanecer invernal es fuente de un calor vitalista. Tan sólo unas páginas después, la Luz de agosto, helada y taciturna, se abre paso en la carne como un mordisco. Este magistral poema fragua una atmósfera estética distante y artificial a base de imágenes brillantes: alguien contempla a sus fantasmas proyectados sobre la fría pantalla de agosto y, pillado a traición, parece estar apunto de abandonarse a la melancolía. Entonces el poema da un giro coloquial y se responde a sí mismo: «¿Sabes lo que te digo, / luz aséptica de agosto / con tu pellizco de melancolía…? // Vete a la mierda». Como si Nicanor Parra contestase a T. S. Eliot.

Sin duda una de las muchas virtudes de este libro es el manejo de los tonos. Leyendo el poema Luz de agosto por primera vez, recordé una escena de la película Padre padrone de los hermanos Taviani. La escena comienza con un travelling bucólico del campo sardo que atraviesa en camión el protagonista. Cuando el espectador está apunto de emocionarse por el hermoso terruño que el joven deja atrás, él se pone de pie, se baja los pantalones y orina con despecho sobre el paisaje. El poema Otoño otra vez incide en este antilirismo, ya presente en dos maestros modernistas como Rubén Darío y Asunción Silva. Leo a Álvaro Salvador y pienso en Ecce Homo de Darío, que dice: «¡Oh selva! Estás horrible (...) Oye lo que te digo en el oído: / échate a descansar, ya estás muy vieja». Pero La canción del Outsider no deja de discutirse a sí misma: si el poema Luz de agosto respondía a la melancolía con sarcasmo, Otoño otra vez responde al sarcasmo con honestidad sentimental. El poemario contiene así su poética y su contrapoética, obligando al lector a reubicarse todo el tiempo.

La segunda parte del libro está integrada por grandes poemas como En la bodega o El Dios de los peces. De un amor inmenso por la experiencia literaria se nutre Un hombre no es siempre todos los hombres, que trata con un maravilloso suspense narrativo la vivencia cultural de la mitología precolombina. Nutriéndose con sed posmoderna de la tradición japonesa y grecolatina, la tercera parte del libro combina la epifanía lírica, el humor ingenuo y la sátira. Con el mismo baile de tonos y registros, Salvador alterna poemas amorosos clásicos con la carnalidad frontal, explícita y estilizada de El pornógrafo.

Plato fuerte del libro, Estación de servicio es probablemente el mejor momento de La canción del Outsider. Largo poema de aliento en tres partes, su extraordinario ritmo nos arrastra a una reflexión visionaria sobre la historia y nuestra forma de afrontarla: «Además de extranjero quedaste también solo / frente a la noche, frente al viento que incendia con su hielo / las entrañas del Monstruo. // Y una máquina negra cruzaba la frontera». Esa soledad amenazada y en resistencia es el eje de la última parte del poemario. En ella, alguien camina como un lobo estepario, un caballero Jedi, un príncipe de la noche: «Ladran los perros a mi paso, ladran / y parecen saber que este hombre anda solo». Pero, como dice el último poema, «nada puede temer quien nada tiene», apenas tiempo y memoria.

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