Pequeña (pero larga) y cursi película sin importancia

Marion Cotillard, en la película.
Marion Cotillard, en la película.
C. Colón

31 de mayo 2011 - 05:00

Comedia dramática, Francia, 2010, 154 min. Dirección y guión: Gillaume Canet. Fotografía: Christophe Offenstein. Intérpretes: Anne Marivin, Benoît Magimel, Marion Cotillard. Cines: Multicines Centro.

Esta pequeña película sin importancia fue el taquillazo de la temporada en Francia, superando a los colosos americanos. ¿Una buena noticia para el cine europeo? Lo es desde el punto de vista industrial. No lo es desde el punto de vista, no ya artístico, sino tan siquiera cultural en el más amplio sentido de la palabra. Porque con relación a la larga tradición francesa -que va de Renoir a Rohmer- de películas intimistas con nutrida galería de personajes enfrascados en largas conversaciones en torno a la mesa, Pequeñas mentiras sin importancia es una cáscara vacía.

Fundiendo esa tradición francesa de conversaciones de sobremesa y el modelo de amigos reunidos por alguna razón luctuosa (con Reencuentro de Kasdan como referencia), Guillaume Canet propone la enésima variación sobre las grandezas y miserias de la amistad en la variante de crítica amable (aunque con ínfulas de prédica moral, especialmente en el empachoso final) de la generación de peter panes que alcanzan la cuarentena evitando tan cuidadosamente las huellas de la edad como las responsabilidades o madurez que cumplir años conlleva o debería conllevar.

El zambombazo del arranque -la irrupción de la fatalidad en las hermosas, umbrías y tranquilas calles de París en una amanecida de verano- promete una fuerza que la película después no ofrece, pese a que el director se tome su tiempo para hacerlo (¡dos horas y media!). Los protagonistas cuyo egoísmo se pretende criticar -dejan a un amigo moribundo para no perderse sus vacaciones- no dan para tanto. No son malvados sino, simplemente, gilipollas. La suya es una maldad natural, zoológica, determinada por su absoluta carencia de pensamiento y de sentimiento. Por ello nada, aunque el director se empeñe, se les puede reprochar. ¿Qué se podría esperar de estos tipos? Como el escorpión de la fábula, actúan como lo hacen porque así se lo manda su limitada naturaleza. Y lo peor es que el director parece compartirla con sus personajes. Una cosa es retratar la tontería, la cursilería y la blandenguería y otra muy diferente, como aquí sucede, es retratar tontamente la tontería, relamidamente la cursilería y blandamente la blandenguería.

La escena (una de las muchas) de la comida en chiringuito con el pesado canturreando y tocando la guitarra obliga a vacunarse viendo su equivalente en Jules et Jim para no aborrecer la cultura francesa más que el cura Merino. La falsa naturalidad y la espontaneidad de pega de las situaciones y los personajes es irritante. El artificio de las interpretaciones supuestamente naturales es corajoso (especialmente en el caso de una Marion Cotillard que parece sufrir de estreñimiento cuando se pone trágica). Los discursitos finales son intolerables: un subidón de azúcar. Para colmo de males, el cine francés, que desde los años 30 de Georges Van Parys o Maurice Jaubert a los 60 de Michel Legrand y Francis Lai enseñó al mundo a utilizar la canción como elemento dramático, parece haber olvidado esta maestría, tan mal escogidas y peor utilizadas están las canciones.

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