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Pequeña obra maestra de auténtico terror

Terror, EEUU, 2014, 97 min. Dirección y guión: David Robert Mitchell. Fotografía: Michael Gioulakis. Música: Disasterpeace. Intérpretes: Maika Monroe, Keir Gilchrist, Daniel Zovatto, Jake Weary. Cines: Kinépolis.

Una obertura que no conviene desvelar. Empieza la película. Una pareja joven hace el amor en el asiento trasero de un coche. Al terminar el chico duerme con cloroformo a la chica. Cuando despierta le explica que le ha transferido una maldición: algo que puede adoptar cualquier forma humana, familiar o desconocida, la acosará hasta enloquecerla y matarla. La única manera de salvarse es pasarle la maldición a otra persona de la misma forma en la que él lo ha hecho con ella. Desde ese momento, perseguida por eso, la vida de la chica se convierte en la peor pesadilla imaginable. No hay refugio: se aparece en cualquier lugar. No hay familia, ni amigos, ni nadie a quien pedir ayuda: puede adoptar la apariencia de cualquier persona. La normalidad cotidiana ha saltado por los aires. Los días se han resquebrajado como lápidas de tumbas que mostraran los horribles despojos que contienen.

Con este planteamiento argumental David Robert Mitchell crea una pequeña obra maestra del cine de terror. Un milagro de inteligencia en los tiempos que corren. Rodada con extremada elegancia y contención, largos y lentos movimientos de una cámara estable, un uso sabio, comedido y kubrickiano de grandes angulares que amplían el plano sin deformarlo, una capacidad de observación a través de la alternancia entre planos generales muy abiertos (los más terroríficos) y planos detalle muy originales (sobre todo los que muestran las manos de la protagonista expresando su indefensión) que revelan a un muy prometedor cineasta que muestra respeto hacia el cine, el género y el espectador. Al primero, creando. Al segundo renunciando al sobresalto estúpido en favor de una mantenida y aterradora tensión, renunciando a la explicación innecesaria en favor de la sinrazón propia de las pesadillas, abandonando el tremendismo, los efectos especiales y el baño de sangre en favor de la sugestión. Y al tercero, el espectador, le manifiesta su respeto no haciendo ascos a mezclar citas del Canto de amor de J. Alfred Prufrock de T. S. Elliott y El idiota de Dostoievski con homenajes a Charada o a series B de terror. Y no a través de la estúpida ensalada posmoderna tarantiniana que lo iguala todo, quitándole valor a lo grande y gracia a lo pequeño, sino con sutileza y proporcionalidad.

Las citas de Elliott y Dostoievski agrandan la brecha, tan perturbadora, a través de la que el horror y la muerte emponzoñan el único refugio que contra ellas existe: la rutina de los días iguales, la protección de lo conocido, los muros físicos de las casas y los muros afectivos de la familia. Hasta el abrazo sexual, a través del que se transmite la maldición. No hay refugio para la desdichada protagonista. Las imágenes televisivas de las serie B de terror parecen aludir a la nostalgia por una edad inocente del terror en la que los monstruos, por inverosímiles, eran mucho menos terroríficos que eso que acosa a la protagonista poniendo ante sus ojos imágenes asociadas al sufrimiento y la muerte.

Lo mejor de esta película, lo que más aterra, es que no hay monstruos. Hay miedo causado por algo que nunca se concreta. "Todo va a volver a la normalidad", le dicen a la protagonista (espléndida Maika Monroe) para darle ánimos. Pero ella sabe que no puede huir del terror que la habita por dentro, de la persecución de algo que no tiene forma, de las apariciones que desconocen muros y puertas, de la desolación de un espectral y casi siempre desierto Detroit suburbano en cuya representación David Robert Mitchell reinventa el más convencional escenario de las más rutinarias películas de terror interpretadas por adolescentes. De la misma forma que reinventa el cine de terror de los 60 y 70 desde La noche de los muertos vivientes a Halloween. No como homenaje, plagio o cita, sino como creación nueva hecha con materiales de acarreo. Entre los que podrían entrar -¿por qué no?- hasta una versión perversa de las aventuras la pandilla de Scooby-Doo. De la misma forma que Disasterpeace -nombre artístico del compositor y guitarrista Richard Vreeland- parece crear la banda sonora a partir de las bandas sonoras electrónicas compuestas por John Carpenter o Giorgio Moroder (o incluso de los sonidos electrónicos que Bernard Herrmann creó para Los pájaros).

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