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Peter Weir, el cineasta sin estilo

  • El versátil director australiano se gana por derecho propio un muy bien documentado volumen en la imprescindible colección 'Cineastas' de Cátedra

Parece muy oportuno reivindicar ahora con una monografía a un cineasta de raza como Peter Weir, justo cuando su última y espléndida película, Camino a la libertad, estrenada sin pena ni gloria en 2010, parecía apuntar de manera dramática el declive (por cuestiones ajenas a su voluntad) de la trayectoria hasta ahora siempre ascendente, que llegaba a su pico con Master & Commander (2003), de uno de esos contados storytellers vocacionales que aún le quedan a Hollywood en tiempos de blockbusters digitales prediseñados y productos para audiencias infantiles o sin demasiadas referencias cinéfilas o literarias.

Y es que Camino a la libertad, una producción independiente y apátrida, no sólo parecía cerrar una etapa dorada en la carrera de Weir como artesano de auténtico prestigio y controlador de sus designios en la selva de la industria y las películas de serie A, sino que apuntaba también una depuración narrativa, un auténtico deleite por la acción, la progresión y el avance de sus personajes trágicos en el paisaje, que rozaba una extraña cualidad abstracta.

La de Peter Weir (Sidney, 1944) es la trayectoria de un cineasta que, salvo alguna veleidad de principiante, ha buscado siempre un perfil de artesano con capacidad de adaptación y control en un contexto y un tiempo en los que el pedigrí de la firma y el estilo, incluso en Hollywood, eran los principales avales para el éxito o la garantía para una cierta continuidad. Bien al contrario, las películas de Weir se espacian cada vez más en el tiempo desde su debut en el cine australiano en los años setenta para aparecer poco a poco, al ritmo de su propia implicación personal con los proyectos, como jalones de un recorrido aparentemente ecléctico y siempre imprevisible por diferentes géneros, formatos y tratamientos tras los que, no obstante, Nekane E. Zubiaur, autora de este serio trabajo de investigación, reconoce "un cine de la emoción" con ciertas constantes tales como el cuidado en las atmósferas y la sensorialidad de las imágenes, la materialización de rimas y ecos visuales, el hábil empleo de los elementos de la banda sonora, el gusto por historias que reflejan "el choque de culturas y puntos de vista diversos, el acceso del ser humano a su condición de individuo autónomo y la búsqueda de autenticidad en liza con un entorno hostil".

Organizada de forma clara en cuatro bloques, esta rigurosa y muy bien documentada monografía desarrolla primero la etapa australiana de Weir, jalonada por títulos como Los coches que devoraron París, Picnic en Hanging Rock, La última ola, El visitante, Gallipoli y El año que vivimos peligrosamente, los cuatro primeros de auténtico culto con el paso de los años en su coqueteo con elementos del fantástico, los dos últimos confirmación de una mirada neoclásica y un dominio del oficio que le granjearon gran prestigio internacional, para adentrarse posteriormente en su ciclo norteamericano, que arranca con el exitoso thriller Único testigo y se prolonga con la parábola selvática de La costa de los mosquitos, el drama académico y generacional El Club de los poetas muertos, la comedia romántica Matrimonio de conveniencia, el drama metafísico Sin miedo a la vida, la sátira mediática de El Show de Truman y la aventura épica y varonil a mar abierto de Master & Commander. Al otro lado del mundo, su incuestionable obra maestra, casi todos ellos grandes éxitos populares y de crítica, filmes que han calado profundamente en la mitología de la excelencia del cine de Hollywood en su mejor tradición clásica, muestras de una versatilidad, una transparencia, una economía narrativa y una cierta musicalidad que, junto a Camino a la libertad, conforman una de las filmografías que tal vez mejor resistan el paso del tiempo cuando la Historia del cine revise las décadas finales del siglo XX y los comienzos del XXI.

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