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Réquiem por Dashiell Hammett

  • Mañana se conmemora el cincuenta aniversario de la muerte del escritor norteamericano, uno de los maestros indiscutibles de la novela negra contemporánea, a la que elevó como uno de los géneros grandes

El caso de Dashiell Hammett como escritor podría resumirse diciendo que empezó desde abajo, llegó a lo más alto y luego mandó todo al carajo con una determinación admirable pero, con ser verdad, tanta simplificación no le haría justicia. Podría añadirse, para mejorar el retrato, que Hammett se negó a venderse al mejor postor, que jamás arrojó la piedra y ocultó el brazo, que siempre dio la cara y la talla (o casi, no caigamos en la idolatría). Ahora sí estaríamos haciéndole justicia. Hammett nació el 27 de mayo de 1894 en el seno de una familia de granjeros. A los trece años dejó la escuela para ponerse a trabajar; fue la primera de sus huidas. Picoteó un poco aquí, un poco allá, y acabó como detective para la famosa Agencia Pinkerton. Cuando los Estados Unidos entraron en guerra, se enroló como voluntario, pero enfermó de tuberculosis y tuvo que retirarse. A pesar de todo, dos décadas después, durante la II Guerra Mundial, ya cincuentón y minado por la enfermedad y el alcoholismo, volvió a alistarse, aunque al final se limitara a colaborar en la elaboración de un periódico para las fuerzas armadas. Estos episodios son iluminadores. Hammett fue un hombre de acción y siempre tuvo claro, aunque no lo dejaran luchar, dónde estaba el frente.

Bajo el seudónimo de Peter Collinson, publicó su primer relato en diciembre de 1922 en la ahora mítica revista Black Mask. Su experiencia previa como investigador fue una cantera que, antes de incendiar las naves de la literatura a sus espaldas, explotó a conciencia una docena de años. El éxito le vino de la mano de un personaje, el detective de la Agencia Continental -una obvia referencia a Pinkerton-. Este Hombre sin Nombre apareció en sus dos primeras novelas, Cosecha roja y La maldición de los Dain, ambas de 1929, y en una treintena de relatos que el lector interesado puede rastrear en diversas antologías: El agente de la Continental, Dinero sangriento, Sólo te ahorcan una vez... Con estas historias, Hammett dio un giro de 360° a la narrativa criminal. Cabe decir, sin atisbo de exageración, que él creó la novela negra tal como hoy la conocemos. Antes, el género había planteado la investigación policial prácticamente como un juego de salón, una esgrima entre intelectos, un desafío a la inteligencia del detective de turno y del lector, preocupados ambos en desenmascarar al culpable, no así en indagar en las causas. ¿Qué empuja a ciertas gentes al crimen? Hammett ofreció varias sustanciosas respuestas.

La buena acogida de la literatura de Hammett dice mucho a favor del mercado editorial y del público de entonces, pues son obras sin agarraderos emocionales, de una violencia extrema, explícita e incómoda. En El halcón maltés (1930) puso de largo al demoníaco Sam Spade, un antihéroe como la copa de un pino, protagonista asimismo de un puñado de relatos, al cual todos recordamos con los rasgos de Humphrey Bogart gracias a la muy fiel adaptación para la gran pantalla firmada por John Huston. Su siguiente trabajo, La llave de cristal (1932), su Obra Magna, es una de las disecciones más descarnadas de la lógica del poder y un brillante análisis de los entresijos de la política norteamericana, presentada como una jungla en la que puede más quien más dinero tiene. Hammett aún entregó una quinta y última novela, El hombre delgado (1934), tan incisiva como distendida, una novela dura y alegre a un tiempo protagonizada por una matrimonio, Nick y Nora Charles, que entretienen el tiempo resolviendo enigmas. La novela daría pie a un popular serial cinematográfico que le abrió las puertas de Hollywood y Hammett ensayó otra de sus huidas. El sucesivo cuarto de siglo estuvo prometiendo, quizás prometiéndose, un regreso a las letras. Empezó una sexta novela, que nunca terminó.

Hammett dejó la escritura, no al revés, pero no se quitó de en medio. Entre 1930 y 1937 estuvo afiliado al Partido Comunista y, en la posguerra sucesiva, se asoció al Congreso de Derechos Civiles de Nueva York, de clara inspiración izquierdista. Cuando el senador Joseph McCarthy convirtió el anticomunismo en un signo de identidad nacional, durante la tristemente famosa Caza de Brujas, Hammett recaudó dinero para liberar a cuatro compañeros de partido encarcelados por el "espantable" pecado de ser o haber sido comunistas. Luego, cuando estos compañeros abandonaron el país, se negó a dar ninguna pista sobre ellos y fue él quien acabó entre rejas. "Ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo", dijo Nietzsche y debió de decirse Hammett. Salió de chirona seis meses más viejo, pero no escarmentado. Nunca renegó de sus simpatías políticas y su nombre pasó a engordar las listas negras del FBI. Murió el 10 de enero de 1961, ahora se cumplen cincuenta años, vencido por un cáncer de pulmón, no por el sistema. Debemos pensar en Dashiell Hammett como en un hombre esencialmente decente; sólo así le haremos justicia. Y de eso se trata, de hacerle justicia.

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