'Tiempos de ninguna edad. Distopía y cine' | Crítica

Utopías y distopías

  • Antonio Santos ha publicado un interesantísimo díptico sobre esos tiempos y esos lugares imaginarios que han alumbrado grandes obras en la literatura y el cine

'V de Vendetta' describe a un Reino Unido en manos de un partido de signo fascista.

'V de Vendetta' describe a un Reino Unido en manos de un partido de signo fascista. / G. H.

Podríamos decir, simplificando drásticamente la cuestión, que la utopía especula con el proyecto de un mundo mejor, en tanto la distopía ilustra la ejecución imperfecta del susodicho proyecto. El término utopía, acuñado por Tomás Moro en su obra homónima, propone un sutil juego de palabras, pues podría significar tanto "No lugar" como "Buen lugar". El significado de distopía, acuñado posiblemente por John Stuart Mill, no deja espacio a la duda: sólo cabe entenderse como "Lugar adverso o anormal".

Hablamos en cualquier caso de geografías imaginarias; hablamos de sueños y pesadillas que nos describen a los durmientes que los tuvieron. Antonio Santos ha dedicado sendos libros a estas fantasías y a sus representaciones cinematográficas. El primero apareció hace algo más de dos años: Tierras de ningún lugar. Utopía y cine (Cátedra, 2017); el segundo se publicó hace unos pocos meses: Tiempos de ninguna edad, Distopía y cine (Cátedra, 2019); dos obras de lectura independiente, que se enriquecen mutuamente.

Las utopías comparten un mismo objetivo bienintencionado (la paz y la felicidad de la comunidad), comparten a grandes rasgos unos métodos (el bien común está por encima del bien individual) y comparten asimismo una misma tendencia a la tiranía; ninguna utopía puede satisfacer a todos y su implantación sólo se logrará a través del dogmatismo o la violencia: "en las utopías felices todos sus habitantes viven, piensan y actúan de manera semejante: los individuos son reducidos a marionetas; no se les permite tener pensamiento propio, y se ven condenados a credos inamovibles", escribe Antonio Santos. Al final, toda utopía es un proyecto irrealizable, no por imposible, sino por indeseable.

Y, sin embargo, como afirma el mismo autor, las utopías son necesarias: "el ideal utópico encubre a menudo un discurso revolucionario o un proyecto pedagógico; una llamada a la conciencia de la sociedad para que enderece un rumbo equívoco". El cine ha alumbrado estas ficciones, desde la quimera íntima de John Ford, que recreó una Irlanda de ensueño en El hombre tranquilo (1952), hasta propuestas sociales de izquierdas como en Un lugar en el mundo (1992) de Adolfo Aristarain, un film muy fordiano, que habla de la lucha de muchos contra esos pocos que tienen el poder. Santos recuerda un oportuno axioma de Noam Chomsky: "Si renuncias a la esperanza, es que ya no hay esperanza".

Nuestro siglo XX ha conocido dos guerras mundiales, docenas de ellas de diverso alcance, dictaduras de toda clase y catástrofes de gran calibre, que han desacreditado las grandes utopías religiosas y políticas de antaño. No es de extrañar, pues, que en la gran pantalla se hayan prodigado las distopías: "Las utopías clásicas daban por sentada la plena sintonía entre las apetencias del ciudadano y los objetivos de las polis, por lo que era inimaginable un conflicto entre ambos -escribe Santos-. Por el contrario, la imaginación distópica alimenta la pugna entre el individuo y el Estado. Los intereses de uno y otro son, a menudo, dispares e irreconciliables".

La ciencia ficción y el futuro, de la mano

El espectador debe hacer una lectura en positivo de estos textos negativos: "las distopías actúan como poderosa voz de alerta frente a las amenazas que penden sobre nuestro horizonte", señala Santos. Y si el espectador repasara los mejores títulos de ciencia ficción del pasado se encontraría con advertencias lúcidas sobre problemas del presente: en Cuando el destino nos alcance (1973), Richard Fleischer hablaba de la sobreexplotación de los recursos del planeta y de superpoblación; en THX 1138 (1971), George Lucas mostraba la anulación de la voluntad a través del trabajo en cadena, las drogas y la televisión; en El planeta de los simios (1968), Franklin J. Schaffner fantaseaba con el Armagedón a consecuencia de una carrera armamentística incontrolada, etc.

En vista de que soplan vientos de poniente, que llegan cargados de electricidad, yo llamaría la atención sobre esas distopías que nos advertían de la consolidación de posiciones de extrema derecha y de la metamorfosis de los fascismos de antaño. En estos días he vuelto a ver V de Vendetta (2005), basado en el cómic homónimo escrito por Alan Moore e ilustrado por David Lloyd.

El cómic se publicó entre 1982 y 1989 y devino una dura crítica del gobierno de Margaret Thatcher y de la infausta década de 1980. Los hermanos Wachowski, antes de su cambio de sexo, se encargaron de la adaptación a la gran pantalla, delegando las tareas de dirección a un hombre de su confianza, James McTeigue; al ponerla al día, rebajaron la carga libertaria de la historia original, lo que llevó a Alan Moore a retirar su nombre de los títulos de crédito. (David Lloyd, por el contrario, apoyó incondicionalmente el film).

Sea como fuere, la película responde a una nada despreciable voluntad de denuncia. Se estrenó durante la segunda legislatura de George W. Bush y retrataba bien el clima instaurado en los Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, que las facciones ultraconservadoras del país convirtieron en la coartada que justificaba una política del miedo a gran escala.

V de Vendetta describe a un Reino Unido en manos de un partido de signo fascista, Fuego Nórdico, que, según recuerda Antonio Santos, "está explícitamente modelado sobre la histórica British Union of Fascists, de Oswald Mosley". Desde el punto de vista narrativo, V de Vendetta tiene algunos altibajos; desde el punto de vista discursivo, no obstante, se me antoja intachable.

El canciller Adam Sutler (John Hurt), que recuerda a los salvapatrias que se prodigan actualmente en suelo europeo, promueve el aislamiento de un país que gobierna con mano de hierro. En este escenario distópico aparece un justiciero enmascarado, V (Hugo Weaving), "un imposible cruce entre el fantasma de la ópera, el Zorro, Batman y el Joker, todos ellos personajes ocultos y bicéfalos", escribe Santos. Hay una diferencia: respecto a los justicieros enmascarados de ayer, V conoce perfectamente las limitaciones del individuo; toda la ciudadanía debe implicarse o su acción no tendrá ningún sentido. Y no basta con combatir el mal; hay que erradicarlo. Avisados estamos.

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