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La chica de la mirada melancólica

  • Mientras que de 'Lunas de hiel' se sale del cine sobrecogido, el de 'Cincuenta sombras de Grey' lo hace meditando sobre la posibilidad de mejorar sus prestaciones amatorias añadiendo un antifaz

Ahora que tan de actualidad está la película Cincuenta sombras de Grey, resulta curioso que la primera vez que vi a Kristin Scott Thomas fuese en un film que podría considerarse -en cuanto a temática- próximo a los devaneos amorosos entre Grey su compañera de juegos. Sin embargo, mientras que en el caso de las 'sombras' y según Stephen King no se trata de otra cosa que "porno para amas de casa", Lunas de hiel de Roman Polansky (una película en la línea de Belle de jour de Buñuel o La pianista de Michael Haneke) aborda el mismo asunto de una manera mucho más oscura y morbosa, explorando los límites del sexo y el deseo, los momentos en que la pasión amorosa, a lomos del sadismo y la humillación, se desboca hasta conducir a los amantes al nfierno y la autodestrucción.

Mientras que el espectador de Lunas de hiel sale del cine con el ánimo sobrecogido, el de las Cincuenta sombras de Grey lo hace meditando sobre la -ilusoria- posibilidad de mejorar sus prestaciones amatorias añadiendo un antifaz, unas esposas y alguna cosilla de cuero a su fondo de armario erótico. La protagonista absoluta de la película de Polanski es su propia esposa: Emmanuelle Seigner (Mimi) que se transforma en una bomba de relojería, emocionalmente hablado, para el argumento de esta truculenta historia que se desarrolla a bordo de un crucero donde Kristin Scott Thomas (Fiona) ejerce de esposa recatada de Hugh Grant que por mor de la atracción de éste por la voluptuosa Mimi (casada con un escritor -Peter Coyote- al que sus excesos amorosos llevarán a estar confinado a una silla de ruedas) será ella, Fiona, la que se asome al insondable abismo sensual que propone Mimi robándole así la amante a su atónito marido al que deja boquiabierto al decirle: "Todo lo que haces tú, lo puedo hacer yo... ¡mejor!" (el baile lésbico que las dos ejecutan mientras suena la insinuante voz de Brian Ferry cantando Slave to love se ha convertido en una escena de culto).

A pesar de todo, no era este el papel ideal para esta chica de aparente fragilidad física y mirada distante que personifica como nadie a la perfecta dama inglesa de clase alta; tuvo que esperar a que el prematuramente fallecido director inglés Anthony Minghella, apostase por ella (en lugar -¡gracias a dios!- de la insípida Demi Moore que querían imponer los productores de la Fox) para encarnar a Katharine Clifton en El paciente inglés. Ambientada en la Segunda Guerra Mundial, nos cuenta la historia del conde húngaro Laszlo de Almásy (Ralph Fiennes) al que mientras esta cartografiando el desierto del Sáhara en Libia y Egipto, se une el matrimonio Clifton que realiza una generosa aportación económica al proyecto (que el marido Geoffrey -Colin Firth- utiliza como tapadera para labores de espionaje). El conde se queda prendado de la hermosa y refinada Katharine y aprovechando las numerosas ausencias del marido, comienzan un apasionado romance que, como es habitual en los melodramas, acaba trágicamente.

El paciente inglés es una película clásica, romántica, intensa y sentimental que nos recuerda el cine del mejor David Lean (Doctor Zhivago, La hija de Ryan) y si Ralph Fiennes está genial en su papel de hombre atormentado y enamorado de una mujer que sabe que nunca podrá tener, Kristine Scott Thomas es la quintaesencia en el cine de la mujer romántica: sofisticada, de porte elegante, fría como el hielo, con unos enormes ojos grises que transmiten melancolía incluso en sus escasos momentos de felicidad completa. Su interpretación en esta película la coloca junto a ese ramillete de actrices británicas cultas, refinadas y llenas de energía e inteligencia: Vivian Leigh, Deborah Kerr o Emma Thompson.

Las últimas secuencias de El paciente inglés, en las que el conde llega demasiado tarde a la Cueva de los Nadadores y ya sólo puede trasladar a su amada hasta el aeroplano para que sobrevuele por última vez un bellísimo paisaje de onduladas dunas, constituyen uno de los momentos más románticos y emocionantes del cine moderno y, por comparación, uno puede pensar: ¿Dios mío, cómo hubiese estado Kristine Scott Thomas haciendo de la escritora danesa Isak Dinesen junto a Robert Redford en Memorias de África? Podemos tener un atisbo de lo bien que le habría venido su presencia -sin menospreciar a Meryl Streep- a la película de Sydney Pollack, si nos fijamos en la especial química que existe entre la pareja (Redford y Scott Thomas) en una película a contracorriente, esto es, donde la espiritualidad y la ternura se imponen a la acción, como es El hombre que susurraba a los caballos. El propio Redford dirige con maestría una historia que tras un convulsivo y trágico comienzo nos narra el proceso de cicatrización y recuperación no sólo del caballo Pilgrim y de Grace, la niña que lo montaba (una jovencísima Scarlett Johansson), sino de su madre Annie (Kristin Scott Thomas) una poderosa editora de una gran revista en Nueva York que, de repente, se ve obligada a cambiar su ajetreada vida en la gran ciudad por la paz, el sosiego y la arrebatadora y salvaje belleza de Montana.

A la vez que el 'susurrador' Tom (Robert Redford) va rehaciendo las vidas destrozadas por el accidente de la niña y el caballo, surge el amor entre el ranchero y la ejecutiva, un amor que vemos desenvolverse entre paseos a caballo y donde las miradas, los gestos y los silencios dicen mucho más que las palabras. Kristin al igual que Redford (a pesar de su edad) bordan sus personajes y en su desenlace, soltando alguna que otra lagrimita, uno no puede evitar recordar otra maravillosa historia de amor: Los puentes de Madison y es que en el fondo... me gusta el cine romántico.

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