Cuando el cine y los astros se unieron
Georges Méliès fue posiblemente el primero en descubrir y utilizar la capacidad del cine para contar historias, en las que anticipa viajes espaciales y extraterrestres
Si en la anterior colaboración del Instituto de Astrofísica de Andalucía con este periódico mostrábamos que la primera semilla de lo que sería el cine se lo debemos a un evento astronómico, el tránsito de Venus por el disco solar, aquí veremos cómo, cuando el cine daba sus primeros pasos, ya se recurría al espacio y a la astronomía para contar historias.
Como quizá conozcan, el cine es un arte con fecha y lugar de nacimiento: el 28 de diciembre de 1895, en el Salón Indien del Grand Café del Boulevard des Capucines en París. En aquella histórica tarde, treinta y tres escogidos invitados fueron testigos de un hecho asombroso, la proyección de imágenes en movimiento gracias a un mecanismo recién inventado por dos hermanos especialistas en fotografía, Auguste y Louis Lumière, bautizado con el nombre de cinematógrafo. En realidad, los inventores ya habían presentado su invento en círculos científicos, pero aquella fue la primera exhibición al público general, es decir, la primera sesión de cine tal y como la entendemos. Esta velada no sólo es histórica por ser la puesta de largo del cinematógrafo, sino por ser el punto de partida de lo que con el tiempo se definiría como séptimo arte. Este camino habría sido muy diferente si entre aquellos privilegiados testigos no se hubiera encontrado alguien muy especial, un mago profesional llamado George Méliès.
Y el cine se hizo magia…y Astronomía.
La vida de George Méliès merecería su propio artículo, su propio libro y, cómo no, su propia película. Hijo de un acomodado dueño de una fábrica de zapatos, tras la cesión de la fábrica por parte de su padre a favor de sus tres hijos, George decide vender su parte para dedicarse a su auténtica pasión, la magia. Una afición granjeada en un viaje a Londres y que ejerce medio a escondidas en pequeños teatros de París. Con el dinero de la venta, el joven Méliès compra el teatro Robert-Houdini a la viuda del hijo del legendario mago escapista, su admirado ídolo. Abierto al público en el otoño de 1888, noche tras noche Méliès y su compañía asombran al público con trucos de magia y prestidigitación, pero especialmente con mágicas ilusiones ópticas diseñadas por él mismo.
Un día de 1895, el mago recibe una visita en su oficina del teatro. Se trata de Antoine Lumière, padre de los Lumière y dueño del estudio de fotografía situado justo en el piso de arriba del teatro, que le ofrece una intrigante invitación para la presentación de un aparato llamado cinematógrafo patentado por sus hijos, y a la que Méliès acude curioso. Nunca olvidó lo que vio aquella tarde, como él mismo describe: "Los otros invitados y yo nos encontramos en frente de una pequeña pantalla, similar a la que nosotros usábamos para las proyecciones en el teatro. Tras unos minutos, una imagen del Place Bellcour en Lyon fue proyectada. Un poco irritado le dije a mi vecino: "¿nos han traído aquí para ver proyecciones? ¡Llevo haciendo eso desde hace diez años!" De repente, un caballo arrastrando un carro comenzó a moverse por la pantalla. Todos permanecimos sentados con la boca abierta, sin hablar, completamente hechizados".
Tan fascinado queda Méliès con el cinematógrafo que rápidamente ofrece a los Lumière una importante suma de dinero por su compra, algo que estos rechazan porque su intención era donarlo a la ciencia (al poco fundaban sus propios estudios). Méliès no era de los que se amilanaba fácilmente y recorre Europa en busca de dispositivos similares. Incluso termina por diseñar y construir su propia cámara -el kinetógrafo- con la que rueda pequeños números que proyecta en su teatro. Pero Méliès rápidamente atisba el verdadero potencial del cine, mucho mayor que el de simplemente recrear la realidad o hacer trucos de magia. Méliès es probablemente la primera persona que decide convertir el cine en una máquina para contar historias. Cierra el teatro, construye un magnífico estudio y comienza a rodar películas en él. Y hace centenares, de todo tipo y género: comedia, drama, incluso musicales, y eso que estamos en pleno cine mudo… pero, sobre todo, y más de veinte años antes de que se acuñara el término, introduce la ciencia ficción (incluso crea los primeros efectos especiales, ya que su capacidad e inventiva cinematográfica no se limitan sólo a lo artístico, sino también a lo puramente técnico).
Sus mágicos efectos fotográficos, su montaje, los oníricos escenarios que diseña, los juegos de luces que colorea fotograma a fotograma y el amor que pone en cada una de sus deliciosas proyecciones hacen que, incluso hoy en día, asistir a una exhibición de las películas de Méliès sea embarcarse en un viaje mágico. Y entre estas pioneras películas, las primeras de la historia del recién inventado cine, ya aparece la astronomía.
En 1898, apenas tres años después del nacimiento del cine, Georges Méliès rueda y proyecta Sueños de un astrónomo, probablemente la primera película con claros elementos astronómicos. En esta proyección que dura escasos tres minutos, un rey, influido por el astrónomo de la corte -un tipo ataviado con un largo cucurucho- viaja en sueños a Júpiter, en el primer viaje espacial de la historia del cine (eso sí, empleando una escalera), dejando atrás la Luna, Marte, o Saturno, todos ellos representados por sus figuras mitológicas bajo un cielo de estrellas. Una vez en Júpiter no es bien recibido por sus habitantes -los primeros extraterrestres cinematográficos-, que lo devuelven bruscamente a la Tierra despertando así de su sueño.
En esta, como en otras obras del francés, la astronomía y la mitología le dan la excusa perfecta para elaborar su propio universo mágico, lleno de humor y surrealismo, como en el corto Estrellas fugaces (1907), donde una estrella y Saturno se pelean por el amor de la Luna; o para llenar la pantalla de bailarinas de music-hall que, en forma de lluvia de estrellas, se pasean a través del objetivo del astrónomo en Un baño inesperado (1907).
Pero sin duda, la pasión más astronómica de Méliès consistía en poner caras humanas a los astros celestes. Es el caso del Sol y la Luna en Eclipse: el noviazgo entre la Luna y el Sol (1907), donde un astrónomo enseña a sus discípulos, pizarra en mano, los fundamentos del eclipse solar del que van a ser testigos a través de sus telescopios; o la cara solar que literalmente se traga un tren espacial en la surrealista Viaje a lo imposible (1904), realizada dos años después de la que fue su obra maestra, y no sólo desde el punto de vista astronómico, aunque tenga un título tan espacial como Viaje a la Luna (1902).
Un quiosco de chucherías
El cine se transforma muy rápidamente. Los grandes capitalistas comienzan a adivinar el volumen de negocio que con el tiempo generaría la industria del entretenimiento. Al poco tiempo acorralan a personajes como Méliès, pequeños productores más cercanos al trabajo artesanal y absolutamente personal, que poco a poco, arruinados, dejan de hacer películas para caer en el olvido.
Veinte años después del primer alunizaje cinematográfico, un joven crítico y historiador de cine llamado Leon Druhot, descubre por casualidad a un viejo tras un quiosco de chucherías y pequeños juguetes de la estación de Montparnasse. Es George Méliès, desaparecido hace décadas de la profesión y que muchos creían muerto. Tres años después es condecorado con la Cruz de la Legión de Honor -de manos del propio Louis Lumière- y toda su filmografía es proyectada en una sesión en su honor. Un tardío pero merecido reconocimiento al creador del cine…y del astrocine.
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