El gran circo de Roland Emmerich'A relaxing Spanish movie'

Channing Tatum y Jamie Foxx protagonizan la nueva película de Roland Emmerich.
Channing Tatum y Jamie Foxx protagonizan la nueva película de Roland Emmerich.
Carlos Colón / Manuel J. Lombardo

15 de septiembre 2013 - 05:00

Acción, EEUU, 2013, 131 min. Dirección: Roland Emmerich. Intérpretes: Channing Tatum, Jamie Foxx, Maggie Gyllenhaal, Jason Clarke, James Woods, Richard Jenkins, Joey King. Cines: Cinema 2000, Serrallo Plaza, Kinépolis, Artesiete Alhsur.

Me divierte Roland Emmerich, qué quieren que les diga. Lo siento. El fin del mundo en 2012, Nueva York inundado y helado en El día de mañana, Will Smith dándole una mascá al marciano en Independence Day o Kurt Russell viajando a través del tiempo y el espacio en Stargate me dieron buenas tardes de cine-circo y me las permito si las encuentro zapeando. Hasta le perdono la enorme decepción de Godzilla, y miren que tiene mérito en quien creció viendo las películas de la Toho y agotó a su desdichada madre con repetidas visiones de Los hijos del volcán. Solo me aburre cuando se pone serio, como en El patriota o Anonymus. Se podría adaptar a Emmerich el final de la famosa frase de Mae West: cuando soy malo soy mejor. Y en Asalto al poder es malo, muy malo; y por lo tanto es mucho mejor.

En el género de catástrofes con exaltación patriótica y oda presidencial Asalto al poder (más sugestivo el título original: White House Down) es una pieza casi perfecta, de lo mejor de Emmerich. No caben más disparates argumentales, explosiones, tiros, puñetazos, música elegíaca de trompeta patriótica, efectos especiales, heroísmo presidencial, maldad de los malvados y humoradas que pueden irritar a quienes se las tomen en serio. Casi siempre he percibido un fondo de guasa más bien ruda en este director (ratificada en esta película por las autocitas de Independence Day, el guiño a Lawrence de Arabia, las bromas de los túneles de Marilyn, la persecución automovilística por los jardines de la Casa Blanca o la imagen patriótico-paródica de la niña con la bandera), como si fuera uno de esos bastos y colosales empresarios americanos de variedades capaces de los mayores disparates espectaculares para atraer al público y divertirle. Como un Barnum con su P.T. Barnum's Grand Travelling Museum, Menagerie & Caravan a cuestas, ofreciendo circo, figuras de cerca, espectáculos del salvaje Oeste y freak shows; o un Billy Rose presentando Jumbo en el Hippodrome de Nueva York. Emmerich, con todas sus tosquedades, está en la más pura tradición del espectáculo mostrenco -lo que se llamaba un mammoth- americano.

En la pista de este circo se monta una conspiración para acabar con un presidente afroamericano obsesionado con Lincoln (¡qué casualidad!); es un progresista y pacifista (que, no obstante, maneja con soltura el bazuca) que quiere retirar las tropas de Oriente Medio, con el consiguiente cabreo de los militares y las industrias armamentísticas. Los conspiradores son una heterogénea unión de los más malos de entre los malvados, que incluye forzudos con aire de piratas, sociópatas racistas, altos cargos de la Casa Blanca y hackers. Los defensores del presidente son una jefa de seguridad, tan dura que trabaja día y noche sin dormir gracias a una combinación de "café y patriotismo", y un héroe refractario a las balas, guapo, tendente a ponerse en camiseta/Willis cuando llega lo más duro y que olvida acudir a los teatritos escolares de su hija, una pedantorra de once años enchufada permanentemente al ordenador y otros artilugios que tendrá mucho protagonismo (eso sí: desde los Malasaña no ha habido padre e hija más heroicos).

Con estos personajes y un guión que parece extraído de un episodio de los cómics Marvel, Emmerich levanta la carpa de su circo patriótico-paródico-catastrofista. Y devuelve en espectáculo lo que se paga por la entrada. Añadiéndole una excepcional dirección fotográfica de Anna Foerster y unas muy buenas interpretaciones de un reparto sorprendentemente plural e inteligente: Jamie Foxx, Channing Tatum, James Woods, Maggie Gyllenhaal y el siempre extraordinario Richard Jenkins. En su género de cine-circo, estupenda.

Comedia dramática, España, 2013, 101 min. Dirección y guión: Daniel Sánchez Arévalo. Fotografía: Juan Carlos Gómez. Música: Josh Rouse. Intérpretes: Quim Gutiérrez, Antonio de la Torre, Patrick Criado, Verónica Echegui, Roberto Álamo, Héctor Colomé, Miquel Fernández, Arantxa Martí, Sandra Martín. Cines: Ábaco, Alameda, Al-Ándalus Bormujos, Cineápolis, Cineápolis Montequinto, Cinesa Plaza de Armas, Cinesur Nervión Plaza, CineZona, Metromar.

Todas las señales apuntaban a que La gran familia española, el cuarto largometraje de Daniel Sánchez Arévalo (Azuloscurocasinegro, Gordos, Primos), estaba destinado a ser el film de concentración nacional de la temporada, un título diseñado para conciliar y reconfortar a la clase media en tiempos de crisis con el gol de Iniesta como astuto reclamo y destino de su arco narrativo.

Emulando el espíritu de aquella saga de La gran familia de los 60 con Alberto Closas, Pepe Isbert y el niño Chencho, esta nueva celebración de la familia (numerosa) en clave de comedia agridulce busca cohesionar ciertos valores y principios con los resortes del sentimentalismo como argumento de arrastre popular e intergeneracional para conquistar ese desesperado lugar en la taquilla que nuestra industria necesita imperiosamente, aunque sea de la mano de Warner.

Estamos, por tanto, ante un filme conservador, nostálgico y hasta cierto punto reaccionario, por más que la nueva familia 2.0 sea postiza, aparentemente desestructurada y diga tacos, por más que la simpática discapacidad haya sustituido al amargo desencanto, por más que, en su medida estructura dramática coral, dialogada y rompepiernas, se deje entrever una autoconciencia irónica que no sobrepasa nunca los límites de velocidad (y moralidad) establecidos.

Sánchez Arévalo traza el perfil de sus criaturas disfuncionales y excéntricas con escuadra y cartabón, con la réplica ingeniosa y la lágrima fácil siempre a punto, encajando sus idas y venidas por un banquete distópico con más dificultad que fluidez, incapaz de articular ese discurrir y esa unidad espacio-temporal que, dentro de un mismo género, tiene ilustres precedentes.

Con todo, su mirada optimista y almibarada (esa fotografía, esas cancioncillas pop, ese elenco de guapos y guapas de suplemento dominical…) a las esencias que han de levantar el ánimo de un país deprimido parece más bien una claudicación ante las circunstancias, un producto dócil y timorato diseñado para agradar a toda costa tocando los palos y las fibras que cualquier españolito sensible pueda llegar a imaginar como algo propio, reconocible y reconfortante. Algunos nos resistimos todavía a esas palmaditas en la espalda y a esa falsa promesa de café con leche para todos.

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