Crítica | 'Los cuerpos celestes' de Marco Vargas y Chloé Brûle

Un cuerpo cuenta lo que cuenta un cuerpo

  • La carta de presentación de la compañía de Marco Vargas y Chloé Brûle era sugerente, pero no siempre se acierta

Una imagen del espectáculo 'Los cuerpos celestes'

Una imagen del espectáculo 'Los cuerpos celestes' / Francisco Reina

En un escenario un cuerpo cuenta cosas infinitas. Solo, por sí mismo, ya significa un mundo. No hay mucho que añadir a esto. Es sabido. Que sea así no implica que no haya cientos de dramaturgos o directores de escena que no cejen en el empeño de negarlo. Lo normal en este caso es llenarlo de palabra, de lógica, de texto a borbotones, que sostenga lo que a sus ojos no es capaz de forma autónoma. Tampoco es algo nuevo. En la escena nacional, quizás a veces de forma acentuada en la granadina, seguimos teniendo esa estúpida bifurcación. La de quienes componen con imágenes y quienes componen con palabras. Y así lleva la cosa in illo tempore, prácticamente desde el comienzo de la democracia en los escenarios.

Por eso no deja de causar extrañamiento cuando en ocasiones aparece la danza para romper este dichoso canon patrio. La danza. Ese lugar donde precisamente el canon es el contrario. Lo híbrido. La experimentación entre géneros y esa magnífica idea de no tomárselos muy en serio. Hay veces que resulta algo hermoso. Orgánico. Y en otras, sencillamente, no sale. No surge. Claro que la carta de presentación de la compañía de Marco Vargas y Chloé Brûle y sus Cuerpos celestes era sugerente. De lo dicho, todas las casillas estaban marcadas en verde. Pero hay cosas, ya sea en la vida o en la escena, que no tienen que ver con la suma de los elementos, sino en su encuentro. En su homogeneidad.

Los cuerpos celestes intenta adentrarnos en una narrativa. Desde el comienzo. Semi-oscuro y texto en voz en off. Adelante la idea del cosmos, del universo, de las estrellas, la vía láctea. Pero esa distancia en la idea, esa lejanía, termina ahí. Lejos. Muy lejos del cuerpo en escena. En ocasiones parece casi un pretexto para otra cosa. La insistencia en ello se lleva buena parte de la concentración en todo lo que ocurre en escena. Queda al final una sensación rara.

Foto promocional del montaje de danza Foto promocional del montaje de danza

Foto promocional del montaje de danza / Francisco Reina

Por un lado, un trabajo de iluminación de altura. El mejor que ha pasado por el Teatro Alhambra esta temporada. Una de esas veces en que ya en la butaca está uno deseando rebuscar en la ficha técnica su nombre. Antonio Valiente. Una delicia visual.

Por otro, unos cuerpos que en escena conjugan flamenco y contemporaneidad con buen gusto, en sus tiempos, en sus jaleos, en su pisar terreno pisado y dibujar de nuevo. No es poca cosa. Quizás haya momentos en que el tedio por la lentitud de un movimiento haga sentir cierta pesadez, pero también lo escénico está para esa mirada, para ese poso.

Todo iría bien si no hablásemos de lo que hablamos. Del universo entero. Una inmensidad como para atarte al relato y quedarte tan pancho. El tecnicismo, el lugar estrecho de la verdad o la rigidez de la ciencia es una música pequeña, casi intrascendente, para lo que un cuerpo puede decir. Sí, puede que incluso la dramaturgia de este espectáculo sea consciente de ello. Pero no es un tema de mucho recorrido. Incluso el confeti o las pompas de jabón gustan más como juego que como cuadro impreciso de la astronomía vigente. Es sencillo obviar el relato. Porque, dicho esto, la escena prevalece. Hay movimiento. Delicado, enérgico o frágil.

Se agradece el experimento, la buena factura, el derroche físico bello, sin alardes, puesto al servicio de la idea. No siempre se acierta. Más con la palabra, esa cosa engañosa que nos trae de cabeza desde que alguien abrió la boca quién sabe por qué y para qué.

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