Los dietarios íntimos de la Generación del 27
La editorial Renacimiento reedita las anotaciones del diplomático chileno Carlos Morla sobre Federico y los intelectuales de la República
Los diarios en los que el diplomático chileno Carlos Morla Lynch (Santiago de Chile 1885, Madrid 1969) reflejó pormenorizadamente su relación con los creadores e intelectuales que conoció en Madrid entre la dictadura de Primo de Rivera y el comienzo de la guerra civil suponen un documento excepcional para conocer la vida cotidiana y las inquietudes grandes y pequeñas de personajes como Lorca, Cernuda, Altolaguirre o Neruda y para contrastar el ambiente de la España republicana en la que vivieron y compusieron parte de su obra. Morla llegó a España, en compañía de su familia, en 1928, procedente de París y aunque siempre defendió con entusiasta neutralidad la monarquía de Alfonso XIII no tuvo empacho en dar la bienvenida a la República, registrar críticamente sus deficiencias o en alabar el caudal creativo o pedagógico que favoreció el nuevo régimen.
En España con Federico García Lorca, el título que Morla escogió, más de veinte años después, para la edición de sus diarios, es un fresco vivo y ameno de un periodo políticamente convulso pero creativamente riquísimo en la historia del país, el que va entre los años 1928 a 1936. Morla continuó escribiendo durante la guerra sus impresiones en el Madrid sitiado, donde ayudó a intelectuales políticamente refractarios. Esas impresiones, que han permanecido inéditas, acaban de ser publicadas también por la editorial sevillana Renacimiento con el título de España sufre. Diarios de guerra en el Madrid.
Pero mientras la segunda parte de los diarios tiene un interés acentuadamente político, la primera se centra en Federico García Lorca y en los vínculos que unieron a los intelectuales de la Generación del 27 entre sí y con la República. Es impagable poder asistir, a través de las pulcras y emotivas descripciones de Morla, a las primeras lecturas de Poeta en Nueva York. Bodas de sangre o el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías en su casa junto al Paseo del Retiro; a las veladas, que se extendían hasta la madrugada, con los grandes creadores del 27 a las que se unían, ocasionalmente, invitados como Marcelle Auclair, Presvot, Buñuel. Arthur Rubinstein o Neruda; o conocer el inicio de algunos de los grandes proyectos literarios del siglo pasado.
El atractivo de las descripciones de Morla reside en la espontaneidad, en la franqueza de la primera impresión. El diplomático registra el nombre de los recién llegados sin sospechar cuál será su destino unos años después (trágico casi siempre, a veces mortal) ni tampoco la anchura de su reconociendo posterior. Vicente Aleixandre es un poeta "rubio y gordito" que contradice el perfil débil y enfermizo con el que lo tenemos ligado. Azorín es un "casi viejo exento de vibraciones comunicativas"; Gerardo Diego, un tipo "serio, demasiado serio" que nunca "se sentará en el suelo o encima de las mesas como Federico". En la obras de Manuel Ángeles Ortiz no halla Morla ningún sprit. Y Rafael Sánchez Mazas (a quien durante la guerra acogió en la Embajada de Chile donde el falangista escribió la novela inacabada Rosa Krüger) es un "hombre joven, inteligente, que se desata como una promesa nacional". Es especialmente intenso el perfil de Fernando de los Río, en el que Morla adivina "el monumento que le levantarán después de sus días: un señor de bronce oscuro, con levita cruzada y un rollo en la mano, austero en su pedestal".
Pero sobre todo Morla escribe de Federico, de sus obras, su simpatía, su genio, sus ataques de melancolías o su miedo a la muerte. Y no lo hace de oídas, claro, sino como resultado de una convivencia estrecha y, sobre todo, de una complicidad.
Allí están las confesiones, los viajes que emprendieron juntos, las coincidencias y las citas fallidas. Todo revestido de la emoción que implica la impresión original. Un sentimiento que corresponde en gran medida al lector de hoy. Por una razón. El lector de los diarios de Morla, como el lector de casi todos los diarios, lo hace desde una posición emocionalmente superior pues sabe más que el autor y sus personajes: conoce su destino. De ahí que las opiniones, los cruces y los desencuentros cobren una dimensión profética o teleológica.
Hay, en efecto, una diferencia fundamental, más allá del estilo, entre el diario y el libro de memorias: el propósito. Un buen libro de memorias suele ser un proyecto narrativo escalonado y concluso. Coherente en su unidad o en su diversidad. En las buenas memorias el relato de la infancia, de algún modo, ya implica el final o contribuye a la consistencia arquitectónica, estilística o moral del conjunto. El escritor de diarios, en cambio, siempre escribe sin una intención finalista. Cuando cita a Hitler no sabe en qué se convertiría; cuando describe la mañana del 18 de julio de 1936 lo hace ignorando lo que se desataría después. Y cuando habla del joven y desconocido poeta que llega a su casa y se incorpora la tertulia lo hace en nombre del interés inmediato, no de la fama y del éxito posterior.
Cabe preguntarse, si embargo, si el dietario que forma En España con Federico se corresponde con las anotaciones originales o si fueron puestos al día o corregidos de alguna manera para su primera y segunda edición (recortada por la censura) en 1957 y 1958. De la lectura se saca la sospecha de que sí, de que contienen una capa de barniz de grosor indeterminado aunque lo suficientemente transparente (y liviana) para que los comentarios conserven el carácter franco, improvisado y excepcional.
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