Juan Bonilla: “Pensamos en la belleza como algo sublime, pero está en lo que nos rodea”

El autor publica ‘Los días heterónomos’, un libro vitalista y hermoso que le valió el Premio Hermanos Machado y en el que habla de la conquista de una felicidad discreta y de los relatos de la memoria.

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Juan Bonilla (Jerez, 1966), fotografiado este miércoles antes de recoger el Premio Hermanos Machado en el Ayuntamiento de Sevilla.
Juan Bonilla (Jerez, 1966), fotografiado este miércoles antes de recoger el Premio Hermanos Machado en el Ayuntamiento de Sevilla. / Gabriel Hinojosa
Braulio Ortiz

20 de junio 2025 - 06:30

“Yo vivo de milagros, está claro”, dice la voz lúcida de un tipo al que los médicos le han prohibido “la prosa ansiosa / de las prisas” y que se sabe “como todos un truco de magia: / no hay nada por aquí, ni nada por allá, / y de repente estás, y pronto no estarás, / el universo no nos da importancia”. Pero el poeta afronta la certeza de su finitud con serenidad, consciente de que aun en la adversidad la belleza se abre paso. En Los días heterónomos, la obra con la que ganó el XV Premio de Poesía Hermanos Machado y que publica la Fundación José Manuel Lara, Juan Bonilla, maestro de la literatura, escoge y celebra la vida.

Pregunta.–El libro habla, entre otras cosas, de un hombre cansado que valora “la épica diaria de ir a comprarte fruta”.

Respuesta.–El libro tiene mucho que ver con una circunstancia personal que se sugiere en el poema que sirve de prólogo, Prescripción facultativa. Un enfermo es alguien que ha perdido su condición anterior y de la noche a la mañana se encuentra que le han cambiado el paisaje, es un extranjero de todo. El editor [Ignacio F. Garmendia] escribió un resumen estupendo para la contra del libro, y sólo le cambié una palabra, porque decía que era la historia de un hombre maltrecho. Verás, maltrecho tampoco... [ríe] ¿Cuál es la defensa de ese hombre? Agarrarse a la cotidianidad, a lo común que es la belleza, porque pensamos que la belleza es sublime pero está en muchos sitios. Quería cantar que, a pesar de todo, siempre hay algo con lo que salvar cada día.

P.–El niño asoma varias veces en este libro. ¿Con la edad uno va volviendo a la infancia?

R.–No sé si es con la edad o con esta condición de extranjero de la que hablábamos. El extranjero necesita agarrarse al de dónde vengo, y eso provoca que la memoria haga su trabajo, y efectivamente aquí hay muchos recuerdos de infancia. Cuando busca las raíces, el extranjero se encuentra con el niño que fue, y hace cesiones a la nostalgia. Yo envidio del niño ese horizonte tan inmenso de posibilidades que tiene. En otro poema cuento cómo haciendo la compra una bolsa de magdalenas de La Bella Easo me devuelve a las mañanas en la casa familiar, pero la realidad me dice que ni yo ni aquella persona para la que compraría esas magdalenas, mi madre, podemos comerlas.

P.–En uno de los poemas, La secta de los viles, baja del pedestal a Gil de Biedma y a quienes han pasado a la posteridad, y reivindica la “vida anodina y antiheroica” de la gente corriente.

R.–Me apetecía hacer un homenaje al ciudadano común, que como se dice en el poema no tiene ninguna calle, ninguna estatua, pero es el que ha inventado el aire acondicionado o la calefacción central, el que ha sacado a los curas de los dormitorios, el que nos ha hecho la vida más fácil. En un momento de la Divina Comedia se les llama la secta de los viles porque no hicieron nada que entrara en la Historia, pero yo que soy muy garcíacalvista me rebelo contra eso y creo que la Historia es exactamente el antónimo de la vida, todo lo que entra en su terreno es porque está muerto.

Juan Bonilla.
Juan Bonilla. / Gabriel Hinojosa

P.–En Esos chicos observa a la juventud sin atisbo de escándalo o de rechazo. “Quizá”, dice el poeta, “no somos tan distintos”.

R.–Porque si miras atrás te acuerdas de ti mismo a su edad, y eras como ellos: te drogabas con otras cosas, te ponías otra ropa estrafalaria... Mi padre se echaba las manos a la cabeza con las canciones que yo escuchaba de la Movida madrileña, lo que yo puedo sentir ante cierta música de hoy que no entiendo. Pero no es nada nuevo, los hombres nos repetimos a lo largo del tiempo. En la Antología Palatina ya hay epigramas que advierten de que iban a la catástrofe, porque no se enseñaba en las escuelas lo que ellos habían aprendido...

P.–Otro poema, Tecnopersona, propone una singular rebelión contra internet. “Busco algunas cosas que nada me interesan (...) El algoritmo me compone de inmediato un yo que no es el mío”.

R.–Es una de las fantasías que tiene cualquier persona: cómo sería vivir otra vida, porque todos estaremos de acuerdo en que una sola existencia no es suficiente. Me gustaba esa ocurrencia de que la tecnología te permita otros avatares, otras identidades. El algoritmo sólo me manda al móvil noticias sobre literatura, cine y tenis; si yo quisiera engañarlo buscaría historias sobre bricolaje... Trampas que me ayudaran a ser otros.

P.–Paco de Lucía hace una aparición estelar en el libro.

R.–Yo lo entrevisté cuando trabajaba para Jesús Quintero, aunque la escena que retrato en esos versos sale de un sueño, en el que él reconocía que se veía como un fracasado y yo le hacía ver que eso era una locura. Conocerlo me impresionó: a la guitarra la llamaba la hija de puta, me acuerdo perfectamente. Lo sentí muchísimo cuando murió.

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