La lección del honor

Ridley Scott firmó en 1977 uno de los debuts más interesantes de la época con la inolvidable 'Los duelistas'

Harvey Keitel, en 'Los duelistas' de Ridley Scott.
Harvey Keitel, en 'Los duelistas' de Ridley Scott.
Simón Cano Le Tiec

19 de febrero 2014 - 05:00

Hay un sentimiento de nostalgia que invade aquella cumbre del cine fantástico de los 80 que es Los inmortales. Nostalgia en lo que se refiere a la tensión de los duelos, al fino arte de la esgrima reconvertido en una pasión tan viva que exuda auténtico placer. Aquellas luchas a espada tratadas desde una perspectiva kitsch beben directamente del dinamismo de Los duelistas. Opera prima de Ridley Scott, Los duelistas adapta uno de los relatos más populares de Joseph Conrad, El duelo, donde se expresa el honor tanto como excusa para el comportamiento de uno, como cumbre de la involución de la sociedad.

Dos húsares de la muerte (caballería) se disputan en una serie de duelos cuyo inicio, si bien es exacto, es casi ininteligible si no se comprenden tanto el comportamiento de los dos oficiales implicados, como la perspectiva del honor "en sociedad". D'Hubert, irremediable héroe del relato, no solo por portar la voz de la razón, sino por representar la bondad que consigo lleva el honor, esquiva los golpes de su adversario y se deja herir por él como deseo absoluto de su contrincante, el oficial Feraud. Es decir, el honor no surge tanto como algo por lo que morir, sino algo por lo que no vivir. Dicha concepción del honor oprime la vida de D'Hubert hasta sumirla en un caos moral que, si bien no le lleva al suicidio, si lo lleva a la resignación. Pero en él reside la auténtica definición de hombre honrado, cuando su bondad y su talante militar se imponen a una rabia construida por un odio casi incomprensible.

La mirada que conforma la técnica de Ridley Scott es la misma que arrastraban consigo los genuinos visionarios que dieron lugar a ese espléndido artificio que es el cine. A lo largo de su carrera, el británico ha trabajado con las perspectivas unipersonales, al igual que con unos amplios encuadres fotográficos, que han ido desde los ensangrentados desiertos de Somalia (Black Hawk derribado), hasta la inexplorada belleza nórdica de los parajes islandeses en Prometheus. Todos ellos son elementos que han podido suponer una vertiente más elitista que la de sus primeros trabajos, donde reinaba la épica hacia el deshonor, el horror y la humanidad. El nacimiento del genio, del artista reprimido por los estilos del momento, surgía en Los duelistas. En ella, Scott manipuló los parámetros audiovisuales del momento para dotarlos de una efectividad digna de las mejores campañas de marketing. Aquel endiablado fotograma, cargado de dinamismo y personalidad, cautivaba por el retrato de la pureza de la obsesión humana. El conflicto, que aún perdura en la memoria de la historia, por el honor de dos hombres, es un punto de partida que pretende rozar la perfección narrativa, hasta el punto en el que el realismo comienza a beber de la esencia cinematográfica que Scott desprende en cada escena. El arrebato de ira que mueve el ágil rostro de Harvey Keitel (Feraud) vuelve a ser determinante a la hora de perfilar el magnífico esbozo de personalidad instintiva que portaban consigo la mayoría de los altos rangos del ejército napoleónico. Su intimidante presencia conseguía arrebatar las esperanzas de cualquier soldado, y más, cuando los espesos amaneceres franceses servían de telón de fondo para obrar la muerte y envainar el sable recién limpiado, mientras la sangre del honorable enemigo, que ya ha pagado su afrenta, comienza a regar la húmeda hierba de la mañana.

Su irregular puesta en escena, que contrarresta los efectos de la belleza fotográfica con la brutalidad de la batalla, basa su esencia en conmover con un trascendental y apasionante recorrido por la infelicidad y la indiferencia del hombre, fijando su atención en el primitivo atractivo de la violencia, y el todavía más complejo acto de arrebatarle la vida.

Es probable que la tendencia a la que Scott ha sometido últimamente su cine haya sido la misma de la que pretendía escapar en sus inicios, la de ser uno más de la amplia parrilla de directores comerciales. De todas formas, incluso habiendo bañado algunas de sus últimas obras de un carácter puramente comercial (sálvese El consejero, la mejor píldora literaria del año pasado), sigue vertiendo su faceta más trágica sobre el cine contemporáneo, haciendo de él, un objeto de culto, cuyo profeta sigue estando detrás de algunas de las películas más memorables de los últimos 40 años.

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