Miguel Pasquau, un juez ante el espejo: "La guerra de poderes es una colonización ilegítima de las instituciones"

El catedrático de Derecho de la UGR plasma veinte años de ejercicio en la magistratura en un libro que interpela al lector sobre cómo y por qué se decide en los tribunales

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Miguel Pasquau publica nuevo libro, 'El oficio de decidir'.
Miguel Pasquau publica nuevo libro, 'El oficio de decidir'. / Archivo
Daria Zelenska

Granada, 01 de junio 2025 - 13:25

El magistrado de la Sala Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía y catedrático de Derecho Civil en la Universidad de Granada Miguel Pasquau Liaño (Úbeda, 1959) presenta estos días su obra más reciente, El oficio de decidir (Debate), en la que ofrece una mirada sincera y cercana al mundo de la justicia. Con más de dos décadas de experiencia en la judicatura, Pasquau comparte vivencias, reflexiones y dilemas que enfrenta quien tiene la responsabilidad de impartir justicia. En este libro, no solo analiza los aspectos técnicos de su labor, sino que también revela la dimensión humana que acompaña cada resolución judicial.

La obra nace con el objetivo de acercar la justicia a la ciudadanía, fomentar la transparencia y reforzar la confianza pública en las instituciones judiciales. A través de una narrativa honesta y accesible, Pasquau invita al lector a comprender los entresijos de una profesión muchas veces rodeada de mitos y prejuicios.

Pregunta.—En su libro, menciona al legendario rey Salomón y su método de resolver el conflicto proponiendo dividir al niño con una espada ("justicia salomónica"). Escribe que su manera "más que sabiduría, denota impotencia" y habla sobre "miedo salomónico a la injusticia total". ¿Piensa que el legendario rey no era buen juez porque dudaba mucho?

Respuesta.—Es que Salomón no hizo de juez, sino de rey sabio. Pidió la espada como un rey para zanjar un asunto con un recurso de sabio: con la paradoja. Y lo consiguió. Tuvo suerte. Pero, ¿qué habría pasado si las dos mujeres hubiesen estado asistidas de abogado y, al unísono hubiesen clamado porque no partiera al niño? ¿Usaría entonces la espada?  Seguramente no. Seguramente llamaría a un juez que interrogase, pidiera opinión de peritos o expertos, examinara por sí el mayor parecido del niño a una madre o a otra, y acabase dando el niño, entero, a una de ellas. Es mejor método el juicio que la espada, aunque aquella mañana a Salomón le saliera bien la jugada, porque una de las dos mujeres fue torpe y no estaba asistida por abogado. Lo peor sería acabar partiendo el niño por impotencia. A eso lo llamamos “justicia salomónica”: como no sabemos quién de los dos dice la verdad, quién tiene mejor derecho, dividimos la verdad y el derecho. Preferimos ser sólo “medio injustos” a la ambición de acertar que contiene el riesgo de equivocarnos del todo (dar el niño a la madre equivocada).

P.—En cambio, escribe sobre Poncio Pilato con cierta simpatía y compasión. ¿Le resulta más comprensible su figura precisamente porque dudaba, porque no era tan categórico en su juicio?

R.—Pilato es el juez más despreciable y prevaricador de la historia. Él no dudaba, más bien es que sólo se preocupaba de qué podría perjudicarle más a él, como prefecto de Judea, y a sus aspiraciones de ascenso o traslado a mejores destinos, en aquel incidente de los judíos. “No encuentro delito en este hombre”, dijo. Pero tampoco encontró el valor de decidir, porque la absolución provocaría descontento en los jefezuelos locales y quizás en las turbas. Y, total, tampoco tiene tanta importancia la verdad. ¿Qué es la verdad?, preguntó, escéptico, al reo que tenía delante. Y se lavó las manos: dispuso no decidir y que decidieran otros. Quizás fue sabio y adoptó la posición que menos problemas le traería, pero más bien fue un cobarde. Los jueces somos Pilato cuando perdemos la ambición por la verdad, cuando olvidamos que el sistema funciona si cada juez por el que pasa el asunto pone todo su oficio, si se toma en serio el. Somos Pilato cuando echamos balones fuera, o cuando damos patadas a seguir,  cuando nos ponemos de lado para no estorbar al viento, tranquilizándonos con el relativismo de un “¿qué es la verdad”?, para no tener que averiguarla.

P.—¿Cree usted que Pilato simplemente tuvo mala suerte y se convirtió en una víctima de la responsabilidad?

R.—Ya ve que no. Más bien convirtió a alguien en víctima, por su falta de responsabilidad.

P.—Demuestra valentía al hablar abiertamente sobre los aspectos internos del sistema judicial, compartiendo con el lector sus dudas y dilemas morales personales. ¿Le resultó difícil hacerlo?

R.—Si no tuviera no diría el valor, sino la libertad personal de poder compartir o no esconder dudas y dilemas, no habría escrito el libro. Me aburriría hacerlo, pero además no creo que interese mucho una lección más sobre lo que es el derecho y la justicia como si se tratase de monumentos o inscripciones en piedra. Mi objetivo fue ser capaz de contar lo que ocurre cuando el caso es difícil y tienes que decidir tú. Y cuando me di cuenta de que sólo sería creíble si escribía en primera persona de singular, es decir, si hablaba de mí mismo y de mi experiencia, fue cuando encontré el tono narrativo adecuado y empezó a resultarme más fácil escribir.

P.—Actualmente, con tantas declaraciones del Gobierno contra el sistema judicial y sus denuncias de lawfare, ¿se puede minar la confianza de la ciudadanía en el sistema judicial?

R.—Las sospechas ciudadanas contra desviaciones en el poder judicial son libres y pueden resultar saludables si son sinceras y honestas,  como también son saludables las sospechas frente a los otros poderes. Pero es menos saludable que esa sospecha sea alimentada desde miembros del ejecutivo o del legislativo para sus estrategias políticas. Hace bien el Consejo General del Poder Judicial en protestar cuando eso ocurre. Aunque por razones similares también me parece un error que jueces se manifiesten con toga, es decir, como jueces, frente a decisiones del legislativo. Sería una perversión de consecuencias incalculables que algunos se dejaran llevar por la tentación de usar sus competencias judiciales como colaboradores de urgencias políticas, por mucho que se sientan apoyados en ciertos entornos. La separación de poderes es virtuosa, la guerra de poderes es una colonización ilegítima de las instituciones, que son de los ciudadanos.

P.—Incluso se plantean cerrar los juicios, que no sean públicos. ¿Le parecería oportuna esa medida? En su libro habla sobre el peso del error que un juez puede cometer al dictar sentencia. "El juez se ahorra el tiempo del juicio". ¿Qué le puede ayudar a mantener la calma y, al mismo tiempo, actuar con humanidad?

R.—Sólo una cosa: el oficio. Cuidar el oficio. Es decir, la honestidad profesional de decirte que pese a tus limitaciones, lagunas, inclinaciones y prejuicios, no da igual hacerlo bien o hacerlo mal, huir de la rutina y del cansancio y de la repetición y sentirte tú nuevo en cada caso nuevo.

P.—¿Qué papel desempeña, en su opinión, la conciencia personal del juez en la administración de justicia?

R.—Desempeña un papel más importante del que muchas veces quisiéramos que tuviera. Los jueces no decidimos  según nuestro concepto de justicia, sino que aplicamos reglas y criterios que nos vienen dados (la ley). Pero hay en muchos casos un último tramo de decisión entre alternativas defendibles en el que tienes que valorar, ahora sí, “en conciencia”, cuáles son las consecuencias de decidir en un sentido o en otro, dentro insisto de los que consideras posibles con arreglo a la ley. Y ahí no puedes esconderte. Ni lavarte las manos.

P.—¿Debe la conciencia tener más peso que la letra estricta de la ley?

R.—Nunca la conciencia puede apartar o postergar a la ley aplicable. Pero esto, que parece obvio, no es tan simple. Porque la conciencia puede, y a veces debe, intervenir en la interpretación de la norma, es decir, en encontrar el significado más apropiado para el caso. Y no está señalado con líneas rojas el límite de la interpretación: ¿cuándo estás interpretando, y cuándo, en realidad, estás anteponiendo tu conciencia al mandato legal? Créame que esta pregunta no es fácil de responder, ni siquiera para uno mismo. 

P.—¿Cómo afronta la carga emocional y psicológica tras dictar una sentencia condenatoria, sabiendo que afecta profundamente la vida de una persona?

R.—Eso va en el sueldo. Yo me digo que no está mal “sufrir” algunas condenas. Sin atormentarte ni bloquearte, pero sí sufrirlas. De hecho, si dejas de sufrir tus decisiones al menos de vez en cuando, es que estás envejeciendo.

P.—Califica la lentitud de la justicia como una “tragedia” y la llama un “fracaso”. ¿Qué consecuencias cree que tiene esta demora para la sociedad y para los involucrados en los procesos judiciales?

R.—Es una tragedia porque en la Justicia tenemos lentitud y prisa al mismo tiempo. Es una suma de males. Lentitud, porque el asunto pasa mucho tiempo en el armario, hasta que le llega el turno. Prisa, porque pasa muy poco tiempo encima de tu mesa (porque hay otros esperando). La lentitud es injusta con el ciudadano usuario, la prisa es uno de los principales factores de riesgo de error y de empobrecimiento de la decisión judicial. Entre otras cosas porque provoca atajos. Atascos y atajos. Una tragedia. No perciban como corporativa la reivindicación de más jueces, más funcionarios de Justicia y más recursos. Háganla suya. Las víctimas de la lentitud y de las prisas son ustedes, los ciudadanos. 

P.—¿Cree usted que existe humanidad en el sistema judicial?

R.—A raudales. Todo es, de momento, humano en el sistema judicial, mientras la Inteligencia Artificial no acabe cumpliendo, de facto, funciones decisorias o casi decisorias. No hay nada divino ni sobrehumano en la Justicia como sistema. Por eso es intrínseca y necesariamente falible el sistema judicial. Creo que sobre esto último vamos a pensar y discutir mucho en los tiempos que vienen: ¿estamos culturamente preparados para una Justicia automatizada en la que no hay “alguien” que decide, sino “algo”? Yo creo que no. Yo creo que preferimos culturalmente el oficio humano de decidir, y por tanto asumir el riesgo de error humano (la mano que lanza la piedra) a la justicia anónima, estadística y algorítmica.  

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