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Las mujeres del teniente francés

La mujer del teniente francés (Anagrama) parte de un material altamente novelesco. Sitúense: una localidad costera al Sur de Inglaterra, Lyme, segunda mitad del siglo XIX. Por un lado tenemos a Charles Smithson, un joven apuesto y heredero de un título nobiliario, prometido a Ernestina Freeman, hija única de un próspero comerciante londinense y heredera, a su vez, de una cuantiosa fortuna. Y por otro tenemos a una mujer misteriosa, Sarah Woodruff, conocida entre los lugareños por los motes de Tragedia o, en perversa alusión, "la mujer (o ramera) del teniente francés". En torno a ella gira un sinfín de chismes que ésta no hace nada por desmentir. Años atrás, cuentan, embarrancó un mercante francés a causa de una galerna. A tierra llegaron tres náufragos; uno de ellos, un teniente, fue alojado en casa del capitán Talbot, en donde Sarah trabajaba como institutriz. Se enamoraron -se especula hasta dónde llegaría dicho amor- y él partió un día con la solemne promesa de que volvería en su busca. El escándalo fue mayúsculo en la comunidad, pero Sarah actuó según su corazón, a costa de su buen nombre, y desde entonces se pasea por los bosques y la escollera de Lyme, interrogando insistentemente la línea del horizonte.

Durante una excursión en busca de fósiles, Charles, aficionado a la paleontología y partidario de las tesis de Charles Darwin, se encuentra con Sarah. Entre ambos no debiera nacer ningún tipo de relación, ni siquiera de amistad, en vista de su pertenencia a clases distintas e impermeables, pero los tiempos están cambiando, y la pareja llega más lejos de cuanto aparentemente ninguno habría creído, temido o deseado. La historia arranca en 1867, el año en que aparece el primer tomo de El Capital. Algunos personajes conocen (e incluso han leído) a Darwin, pero Karl Marx o su denuncia de la sociedad industrial y el alineamiento laboral les habrían resultado incomprensibles. John Fowles, en cambio, conoce y ha leído a Marx, y a Sigmund Freud o Roland Barthes, y no puede pasar por alto sus respectivas enseñanzas. De modo que emprende un viaje a la Inglaterra victoriana desde presupuestos diferentes a los de sus modelos literarios, Thomas Hardy o Henry James. O sea, no desde la omnipotencia del autor que sabe todo de todos, sino desde posiciones más humildes. En una de sus numerosas e incisivas intrusiones en la ficción, recuerda: "El novelista sigue siendo un dios, puesto que crea (y ni siquiera la más aleatoria novela de vanguardia ha conseguido eliminar por completo a su autor), pero ya no somos los dioses de la imagen victoriana, omniscientes y autoritarios".

Con este convencimiento, John Fowles se entrega a una minuciosa reconstrucción/disección de un tiempo pretérito y un género, el melodrama decimonónico, que es imposible plantear en los términos en que se hizo en el pasado. Fowles se entrega en cuerpo y alma a Charles y Sarah, intentando comprender las motivaciones que arrojaría el uno a los brazos del otro, mientras descubre al lector los trucos de novelista para lograr determinados efectos, los mecanismos, las metas y dificultades del artefacto literario. La ficción pura se llena de impurezas -el pastiche, el juego autorreferencial, la metaficción...-, y la novela deviene un brillante ensayo de cómo se escribe una novela. En un tour de force admirable, La mujer del teniente francés ofrece tres desenlaces posibles a la historia: el final que habría exigido la moral de la época de haberla escrito un contemporáneo a los hechos, la solución más adecuada al temperamento y circunstancia de los personajes, y la conclusión que quizás prefiera el autor, abierta, incierta, ambigua.

Esta espléndida novela inspiró -subrayo lo de "inspiración"- una hermosa película con guión del premio Nobel Harold Pinter y dirección de Karel Reisz, un buen cineasta hoy olvidado. La ficción se plantea asimismo en términos de artificio: el espectador contempla la historia y, entremezclado, el rodaje de la misma. En este punto se da la aportación más sugerente a la historia original: los actores que interpretan a Charles y Sarah en la pantalla, Mike (Jeremy Irons) y Sarah (Meryl Streep) viven un romance tras la cámaras. Esta historia de amor paralela es también un reflejo de aquella otra, pues Mike se enamora de manera insensata de su compañera de reparto (Se enamora en realidad del personaje que ella interpreta). El ardid cumple idéntica función de extrañamiento que las digresiones de Fowles. Esto no impide que La mujer del teniente francés (1981) sea un meritorio homenaje al melodrama cinematográfico clásico, además de una emotiva puesta al día de éste.

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