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Las musas no hacen distingos

  • El sello Minotauro amplía la Biblioteca Philip K. Dick. En fechas recientes ha publicado 'Laberinto de muerte' y 'La pistola de rayos', dos títulos representativos de este escritor

Cuando una obra cualquiera alcanza el debido temple solemos bendecirla con nuestro respeto sin importarnos su procedencia; le colocamos la banda ancha de 'Literatura' y pasa a ser intocable y, a menudo, intocada. Al hablar de clásicos como Frankenstein de Mary Shelley o Drácula de Bram Stoker no damos mayor relieve al hecho de que nacieran como novelas de terror sin prejuicios. Esta actitud, no obstante, está ensombrecida por un férreo apriorismo que instiga el desprecio de la literatura de género en beneficio de una literatura inclasificable (una 'clasificación' como otra cualquiera, diría yo) sin detenerse en lo obvio: que en una y en otra hay grano y paja por igual. Personalmente, a algunos cultores de Literatura con mayúscula, literatura personal, comprometida, experimental o terrorista -esa literatura al margen de etiquetas reconocibles- los desafiaría a escribir una novela de aventuras tan apasionante como La isla del tesoro (1883) de Robert Louis Stevenson o una novela negra tan estremecedora como El largo adiós (1953) de Raymond Chandler o una de ciencia-ficción más sugerente que Solaris (1961) de Stanislaw Lem. Lo confieso: leyendo ciertos libros sospecho que escribir 'difícil' era lo más cómodo para ciertos literatos.

¿Qué es la literatura? Un artificio construido con la madera antigua de las palabras, un artefacto sin inocencia. ¿Y la literatura de género? Lo mismo, pero partiendo de un pacto previo entre escritor y lector: bajo tal denominación, el primero garantiza al segundo la presencia de unos elementos y no otros, unos temas y no otros. Ahora bien, si hablamos de ingredientes, en esa novela personal, comprometida, experimental, etc. existen tantas recurrencias y pautas preestablecidas, tantos clichés, como en las de género (Manuel Váz-quez Montalbán dijo que quienes se deciden a escribir algo parecido al Ulises, saben perfectamente cómo se escribió el Ulises; yo digo: amén). Entonces, ¿qué es la buena literatura? Palabras, inteligencia e inventiva, y miente quien diga lo contrario. A mí no me gusta Isaac Asimov por surcar los cielos obscuros de la fantaciencia; me disgusta por los pobres resultados de las propuestas suyas que conozco; pero no es peor que otros autores laureados por hacerse pajas mentales ante el respetable, y aquí la discreción me aconseja callar nombres.

En la frente de la cultura popular, y de la literatura de género en concreto, sangra un estigma. Se ha usado para darle al público un barniz cultural de escaso grosor, es verdad, pero el asunto no se agota ahí. Lo que se encuentra en estas divisiones y subdivisiones es la acción conjunta de un apriorismo y una jerarquización: hay géneros nobles y géneros plebeyos, hay públicos mejores por leer esto y rechazar aquello, hay escritores importantes por escribir esto y no aquello. Un ejemplo: La poesía es cosa sagrada por su doble condición de princesa tuberculosa, aristócrata y moribunda, y sin embargo las tonterías en verso que amenazan el ejercicio lector son innumerables. No estoy en contra de la poesía, Dios me libre -además, en Granada se corre el riesgo de ser linchado por ello-; estoy en contra de quien dice -lo he oído- que la peor poesía es preferible a la mejor novela de género. Esto es una aberración. Hay poesía y hay poetastros como hay novelas que son lingotes de oro y otras que son peñazos, más allá de su adscripción genérica. De tan simple, se olvida. En una reseña de Pandora en el Congo (2005), una novela de aventuras de Albert Sánchez Piñol, Javier Goñi escribía: "Que la literatura, sobre todo, es otra cosa, no quita mérito a esta literatura de género -de consumo placentero y sin esfuerzo- que también lo es, literatura" (El País, 29-X-2005). Yo no sé qué pensar.

Aun siendo enrevesada, cabe dar alguna respuesta directa a la cuestión. Centrémonos en la ciencia-ficción, el género interrogativo por excelencia. Las mejores propuestas se construyen sobre preguntas urgentes que la sociedad actual traspapela sin decidirse a contestar: ¿Qué frutos dará mañana la siembra de hoy? Detengámonos en Philip K. Dick, un escritor que poquito a poco ha acabado convirtiéndose en una fijación mía. En su obra, el lector se hunde en el fango de la incertidumbre (en la representación del mundo de Dick, Descartes se lo habría pensado antes de sostener eso de "Pienso, luego existo"). ¿Es un maestro como afirman sus apologetas? A la luz de novelas como Laberinto de muerte o La pistola de rayos -novelas calientes de cuando la Guerra Fría, publicadas por el sello Minotauro- la respuesta inmediata es no. A la luz de estas dos novelas, Dick esta muy lejos de la maestría y, sin embargo, la inquietud que suscitan ambas suple con creces sus limitaciones o carencias.

La reivindicación no debe pasar por la ceguera. Lo bueno y lo malo se encuentra aquí y allá, se escriba de lo que se escriba. A veces, lo mejor y lo peor se dan en un mismo autor enfrentado a un mismo argumento. En el relato La segunda variedad -incluido en el segundo volumen de sus Cuentos completos-, Dick trata de la rebelión de la máquina, un tema caro a la ciencia-ficción, que es la puesta al día de otro antiquísimo: el de la desobediencia de la criatura al Creador. Si antaño se escribía del alzamiento del hombre contra un Dios omnipotente, hogaño se hace de robots enfrentados a un hombre prepotente; nuestras criaturas futuras tendrán la necesidad de acabar con sus padres. En el relato mencionado, Dick saca el máximo rendimiento dramático a su prosa escueta y ofrece una magnífica pieza que mantiene hasta el final su proverbial capacidad de renovar la inquietud; el autor se pregunta y nos pregunta qué nos hace humanos, con qué construimos nuestra identidad. Con este material, Dick firmó alguno de sus títulos más aclamados -¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968)-, pero también textos sin fuelle, como el cuento James P. Crow, incluido en el volumen señalado.

El portento o la fullería no sólo pueden darse en el mismo género, sino en el mismo escritor, tocando incluso los mismos temas. Ninguna materia hace bueno o malo un libro; lo hace la mejor o peor adecuación entre la propuesta (literaria) y los resultados (literarios). Recuerden esto: Las musas se van a la cama con unos y otros. Ellas no hacen distingos.

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