ÁNGEL GAVINET 3 150 aniversario de su nacimiento (1)

El olvidado de la generación del 98

  • Su pasión ácrata ante la sociedad y el poder le hizo imposible convivir con su tiempo Elevó a idea suprema lo más íntimo de los granadinos que no aceptan que nadie mande en ellos

Entre la pléyade de pensadores, filósofos y escritores españoles que calificamos como 'Generación del 98' -o, en este caso, de adelantado de la misma-, que han intentado acercarse a los planteamientos regeneracionistas de sus paisanos, quizá nadie más expresivo de esa utopía imposible que siempre tenemos como norte, desde distintos planos o ideologías, que el escritor granadino Ángel Ganivet, del que el 13 de diciembre se cumple el 150 aniversario de su nacimiento. Un formidable creador de ideas originales y polémicas que hoy está prácticamente ignorado. Lo han olvidado los intelectuales, que despectivamente lo han considerado muchas veces un pensador de café. Y lo han olvidado las generaciones actuales que a lo que más llegan cuando les preguntan por el nombre es a remitir al viajero a una calle que va de Puerta Real a la plaza de La Mariana.

Me temo que esa injusticia permanecerá como símbolo de todos los olvidos al celebrarse la efeméride. Por eso me tomo la libertad, con el permiso de la directora, de importunar a los lectores con este acercamiento a su obra y su pensamiento, aunque me vea obligado a fragmentarlo en fascículos, como en su tiempo se hacía con las novelas de sus contemporáneos.

Lo primero que quiero decir es que Ganivet adelantó una auténtica revolución antiburguesa que habría que entroncar con la gran tradición ácrata que los españoles -y granadinos, sobre todo- llevamos incrustada en el tuétano de nuestro ser, quizá porque nuestras sumisiones, nuestras represiones sufridas nos han creado, a forma de coraza, el caparazón de la rebelión utópica -aunque sea interior-, el pensamiento acrático, la personal concepción de la salida al laberinto. Ganivet, español, es también andaluz y, además, por si fuera poco, granadino. Son factores decisivos de espacios vitales donde se han exacerbado hasta límites insoportables toda clase de imposiciones sociales, legislativas, ideológicas, costumbristas que se han engullido -a veces violentamente- lo mejor de la libertad individual.

No es extraño, pues, que en estos lugares, donde la historia ha dirimido sus más encarnizadas batallas, se haya modelado un pensamiento popular con peculiaridades muy específicas. Ganivet es un ejemplo: el de la rebelión contra la establecido, contra la clase que impone sus leyes, sus conceptos de lo divino y lo humano, su asfixia popular aunque traiga adelantos que no sirven para cambiar lo esencial el ser humano, vistos desde una lógica filosófica meridiana. En resumen, un control del individuo contra el que Ganivet levanta todo un monumento libertario, utópico, pero coherente.

Coherente, pese a las apariencias. Cuando Ganivet defiende un poder fuerte -La conquista del Reino Maya- es porque lo cree más vulnerable que las instituciones. No cree en leyes -¿y quién puede creer en leyes casi siempre impuestas por los poderosos contra los débiles?-, ni en el amor con documento -su unión con Amelia Roldán en 1892, con la que tuvo dos hijos, pero con la que no pasó por la vicaría y, coincidencia o no, acabó tirándose al río Dvina, cuando tuvo noticia que iba a Riga-, ni en el poder ni en la sociedad. Repudia la propiedad egoísta, el progreso engañoso y la política. Sólo cree en una enorme libertad que es, en el fondo, la libertad ácrata. Su coherencia es tal que cuando se tira al Dvina y lo sacan vivo la primera vez, apenas recobrado el conocimiento exige su derecho a morir y vuelve, ante el asombro de todos, a arrojarse a las frías aguas nórdicas. ¿Reacción de un enfermo mental, acosado por la sífilis, o una muestra patética de coherencia y el derecho a la libertad sin ataduras?

La crítica ha llamado contradictorio a Ganivet cuando, la verdad, es que su pensamiento no puede ser más rectilíneo, incluso dogmático y hasta rechazable en algunos puntos, sobre todo, vistos con miradas actuales que, por otra parte, no existen, en donde no encajan -como no encajaban en su momento- su universo iluminado, aunque rechace hasta la electricidad. Pero el español es dogmático y utópico. Es decir, inventor de mundos que, trasladados al área de las realidades, son imposibles, aunque perfectamente lógicos. Ganivet es un original representante de ese pensamiento. Precisamente porque al español suele faltarle la duda, en demasiadas ocasiones, es un ser propicio a la precipitación en el vacío. El mundo individualista del escritor granadino poco tenía que ver con la realidad que lo envolvía. Había, pues, dos mundos imposibles de coexistir: el mundo de Ganivet -el mundo de muchos granadinos- y el mundo real. Esa acracia genuina y matizada de Ganivet no es más, en resumidas cuentas, que sublimación del espíritu ibérico, capaz de supervivir en medio de todas las tiranías, recurriendo al estado de aislamiento espiritual, viviendo una libertad hacia adentro, quizá la única libertad que el pueblo casi siempre ha podido disfrutar.

En efecto, como hemos dicho, el pueblo ha estado acostumbrado a ejercer su libertad en la represión durante demasiados momentos en la historia. Esa libertad de expresión, por ejemplo, la ha tenido que expresar en el sótano de la pirámide social y sin hacer gala de ningún signo externo que se sabe peligroso. Ha ejercido esa libertad -y en muchos aspectos creo que seguimos haciéndolo- ante sí mismo o los más allegados o de confianza. Es como un vicio solitario, vergonzante, especie de masturbación de la idea en la intimidad. Cuando la libertad sólo puede ejercerse en el sótano de la mente -y siglos de sometimiento y sangre han logrado ese esquema biológico- surge un tipo específico de individuo social.

A Ganivet se le planteó el problema de poner su ideas en circulación y de confrontarlas con la realidad, El resultado fue, como en la mayoría de los casos, trágico. Era difícil, ayer y hoy incluso, encajar una utopía personal en un mundo sistematizado, jerarquizado, pensado para una masa que ha de comportarse como un robot. Ganivet representa, además, el rechazo, la rebelión exasperada y desesperada que muchos españoles llevamos dentro. Es cierto -como revela Miguel Olmedo, en su lúcido ensayo El pensamiento de Ganivet, publicado en Revista de Occidente-, que parte de la originalidad del pensador granadino radica en que "trató de pensar sólo ideas griegas y de enjuiciar con ellas el mundo en que vivió". No todos los españoles manejan, por supuesto, ideas griegas -que hoy no sabemos siquiera lo que son-, pero sí están cerca de muchas utopías, hoy, revestidas de formas muy diversas. El intelectual y diplomático granadino elevó la idea a un grado de madurez, intelectual y pacífica, como forma de convivencia, que chocaba con las ideas que han manejado y manejan otros españoles, capaces de convertirlas en instrumento arrojadizo y energúmeno.

Si los de sur estamos metidos en el tuétano de la mediterraneidad no nos debe extrañar el enfoque cínico como pilar básico en Ganivet para comprender su postura ante el mundo que le rodea en aquellos momentos. Es más, son pilares básicos para cualquier ácrata. Ese examen ganivetiano de España -Idearium español y El porvenir de España- e incluso del mundo parte, aunque desde un punto intelectual elevado, de una costumbre muy granadina de examinar desde el patio de su casa el universo, decidir sobre él e irse a dormir con la conciencia tranquila que ha solucionado los problemas más arduos universales. Su intento utópico -todos los españoles tenemos soluciones para todo, y si no vean y escuchen las cosas que circulan en las campañas electorales, cuando hay democracia- de reformar una sociedad por medio de la idea pura, a través de la pedagogía, que él practica con la nobleza y servidumbre de un maestro -a los que frecuentemente se refiere- no es más que la sublimación de las ideas de sus paisanos. Establecer normas universales está en lo más hondo de cada uno. Ganivet fue eso: la sublimación por medio de la inteligencia de un ejercicio cotidiano de las gentes cercanas, aunque casi toda su obra la concibiera desde un norte lejano, del que nos informaría en sus Cartas finlandesas y Hombres del Norte, algunos de cuyos textos vieron la primera luz en el periódico local El Defensor de Granada, entre ellos Granada la Bella.

Partiendo de la fricción entre utopismo y disconformidad con alineación e imposiciones las preguntas son inevitables: ¿Ha agotado la crítica -no sé si hoy siquiera importa 150 años después de su nacimiento- el tema del carácter revolucionario de la obra ganivetiana? ¿Se ha interpretado desde la luz de una 'contestación' que es, precisamente, lo contrario del reaccionarismo en que, a veces, se ha encasillado? ¿Se han vislumbrado todos los tintes de una demoledora crítica a la burguesía como clase dirigente de ese mundo que detesta? ¿No es, tal vez, el sentimiento de libertad de Ganivet toda una ruptura con el orden establecido que subyace en lo más hondo del español? ¿Acaso Ganivet no representa la tragedia del pueblo dotado de un absoluto espíritu de libertad que ha de someterse a una feroz autodisciplina a causa de la represión histórica de todas las libertades? ¿Son muchas de sus ideas las de un loco, un iluminado, un cínico ocurrente y estrafalario?

En siguientes capítulos intentaré desarrollar, aunque sea esquemáticamente, esa riqueza de ideas que deambulan por los escritos del pensador granadino, el olvidado del 98 o, si se quiere, de la generación del 1865, como dice Ortega y Gasset.

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