crítica london Symphony orchestra

Sublime 'Trágica'

Una imagen de la actuación.

Una imagen de la actuación. / Álex Cámara

En el importante ciclo sinfónico que caracteriza el programa de este año, la London Symphony Orchestra es, como lo fue en la pasada edición y lo ha sido en todas las ocasiones que hemos tenido ocasión de disfrutar en el Festival, una de las grandes referencias estelares del certamen. Con sir Simon Rattle, en el podium, y con una obra tan densa, perfecta y dramática como es la Sexta sinfonía, de Mahler, la noche en el recinto del Palacio de Carlos V tenía que alcanzar la máxima calificación artística. Tantas veces he reflejado en las críticas la perfección del conjunto londinense, que parece una obviedad insistir en la belleza y grandiosidad de su cuerda, una de las más perfectas de Europa; la capacidad y brillantez del viento, grandioso y abrumador, cuando la partitura lo requiere -metales y maderas-; la contundencia de la percusión, que en el caso de esta sinfonía, ocupa un lugar importante, con la profusión de elementos -glockenspiel, tambores, platillos, triángulos, xilófono y esquilas- que, juntos, moldeados por el escultor del alma de una orquesta y una obra, caso de Rattle, apostillan el diálogo sonoro, con esa idea mahleriana de buscar la intensidad dramática, basada en los contrastes, donde se mezcla la ironía y lo popular, con la hondura. Y, sobre todo este gran entramado sonoro, el talento de un director como Rattle, capaz de desbrozar obra tan singular, llena de matice y efectos, sobre una estructura clásica, en la que la forma sonata, está tan presente, como si el autor nos dijera que no es necesario ser rupturista en la forma, sino en la manera de dibujar, sobre ella, los contenidos. Pero, eso sí, exigiendo una orquesta monumental, que utilizaría, con coros incluso, en la Segunda y Tercera, y para qué decir en la Octava, de Los mil.

Si nos asomamos al momento en que fue escrita esta sinfonía (1903-1904, durante sus vacaciones veraniegas en Maierningg), en pleno triunfo, con su amadísima hija María, tierna y frágil, por la que sentía una pasión paternal profundísima, y junto a su adorada esposa Alma, a la que 'retrata' en uno de los temas más idílicos del primer movimiento, maravillosamente expresado por Rattle y la orquesta, cuesta pensar que las circunstancias de su apacible vida le hiciese componer un drama tan esencialmente trágico. Claro que más trágicos y terribles son los cinco lieder Cantos a los niños muertos, estrenados poco después, que espantarían a la propia Alma, porque era atentar a la suerte y llamar a la muerte para aprisionar a la gente querida, como ocurriría tiempo después con la pérdida de su querida María. Esa obsesión enfermiza por la muerte se retrata en toda la obra, empezando por el segundo movimiento en el que retrata los juegos arrítmicos de dos niños pequeños que corren alegres, pero cuyas voces se hacen paulatinamente más trágicas, hasta que la más débil se extingue, como ocurre en el final de la Novena.

Una obra tan compleja necesita una orquesta excepcional y un directo de primera fila

La obsesión por el destino inexorable de su 'héroe' figurado -él mismo- está marcado por los tres golpes del destino -o dos, a los que los redujo- "el último de los cuales le abate como a un árbol", describe el propio compositor. Algunos críticos la llaman profética, en ese paroxismo del último romanticismo, aunque esté escrita en tiempos felices, en pleno triunfo profesional y humano, al lado de sus adoradas Alma y su hija María aún viva, aunque frágil. Quizá una licencia pseudo romántica porque los autores pueden trascender su felicidad para escribir sobre emociones universales, dolores, dramas. Cuando se está sereno se está más lucido. Mahler era un pesimista, pero no un profeta ni un pitoniso, como lo han retratado algunos exégetas.

Una obra tan densa, compleja, 'dramática', como se subtituló, necesita una orquesta excepcional y un director de primera fila. Y ahí estaba, la noche del domingo, la Sinfónica londinense y sir Simon Rattle, para desmadejar tantos hilos orquestales, tantos ritmos contrapuestos, tantas variedades expresivas y dinámicas y, lo que es más importante en toda ejecución que, en conjuntos de esta calidad se considera cercana a la perfección, tantas emociones que es lo que, a fin y al cabo, define a la música.

Los dos temas del primer movimiento Allegro energico ma non troppo exponen las dos ideas, el primero a ritmo de marcha, y el segundo -donde retrata a Alma- expresivo, imponiéndose al final. El Andante moderato, en el que, según Alma, desarrolla el juego de sus hijas en la playa, acaba incrustando en su plácida sencillez una rúbrica de la vida que se escapa al más débil. Mientras el Scherzo, otra vez con ritmo de marcha, al que tan dado es Mahler, mantiene un aire de danza, pero con un tinte angustiado. El falso trío revela ironía e inicia un juego gesticulante que Rattle y la orquesta dibuja magistralmente, con esa coda fantasmal que da paso al Finale -Allegro moderato-Allegro energico- el más largo de todos los escritos por el autor, con media hora de ejecución. Es de ruptura, no de la forma sonata, pero también de presentimientos, si aceptamos esa fácil idea que es recurso recurrente de los que escriben de la música importándole más el 'argumento' sentimental que la propia estructura musical. La propia Alma dice que la compuso con el corazón y que lloraron juntos, porque es la más personal, la que mejor expresa los sentimientos de Mahler. El lenguaje sinfónico no había llegado entonces a esta perfecta sucesión de elementos expuestos en la introducción y que se van desarrollando, enfrentándose, anteponiéndose, agitándose, aunque, a veces, pueda resultar prolijo y confuso si no hay una interpretación excepcional. Rattle ha desarrollado cada detalle, cada elemento con diafanidad, elocuencia y dramatismo, desde el inicio sombrío, con el primer tema de los violines, celesta y arpa, seguido del segundo, protagonizado por las tubas. Ambos recogen todo el material que se desarrolla en el largo final, pesimista, lleno de desesperanza que se va hundiendo tras los golpes de un destino, cual árbol abatido. Pero lo importante de toda obra musical no es la crónica rosa o negra que sugiere, más o menos en relación con la misma creación, sino el efecto que produce en cada oyente. El milagro de la música es que cada uno puede hacer una interpretación diferente e interiorista, algunas veces sin la menor relación con los tópicos programáticos.

Sir Simon Rattle, como decía al comienzo, ha sido el escultor del alma de una orquesta de la envergadura de la Sinfónica de Londres. La ha modelado, haciendo vibrar esa cuerda excepcional, con los dedos de la mano izquierda moviéndolos como deben moverse las sonoridades, y en ese modelar la gran mole sonora ha llevado a la orquesta a la máxima expresión emotiva y se ha abismado en el dramatismo sugerente que envuelve y atrapa al auditorio, cautivado y, a veces, sorprendido de tal caudal de sonidos y emociones que inunda, en este caso, un recinto tan riguroso como el Palacio de Carlos V. Sir Simon Rattle, el prodigioso escultor; Mahler, el genial creador, y la London Symphony, la maestría y la fidelidad hecha música, triunfaron en el importante ciclo sinfónico que el actual director del Festival, Diego Martínez, nos ha preparado en su despedida del certamen.

Tras la angustia de la 'Trágica' de Mahler el domingo, ayer la London Symphony Orchestra cambió de registro y comenzó su actuación, dirigida de nuevo por Sir Simon Rattle, con 'El carnaval romano', obra del romántico francés Hector Berlioz, para luego recrear junto a la violinista Janine Jansen el 'Concierto para violín' en Re menor de Jean Sibelius, una pieza de su primera etapa que con los años fue reconocida como una obra maestra del repertorio violinístico. En la segunda parte del concierto la orquesta ofreció la Segunda Sinfonía de Johannes Brahms, que es una de las más delicadas y poéticas obras de este compositor, escrita en unas vacaciones de verano. El público empezó a llamarla 'Pastoral', estableciendo así cierta comparación con Beethoven.

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