Patrimonio

Los cuatro pioneros de La Villavieja

  • Los recuerdos infantiles de José Javier León sobre aquellos restos que había en un paraje de su pueblo y que hoy forman parte del yacimiento de la Edad del Cobre, una ciudadela amurallada, en el que trabajan arqueólogos de la Universidad de Granada

Los cuatro pioneros de La Villavieja

Los cuatro pioneros de La Villavieja / Jan Katuin

El plan se gestó una de aquellas noches que aliviaban el bochorno estival, veladas lentas en las que los niños podían quedarse jugando hasta muy tarde y los adultos charlaban a la puerta. Bajando la calle Real y atravesando el pequeño carril se llega al Picacho: allí nos detuvimos los cuatro y miramos la imponente y tranquila silueta del tajo, perfilada por la luna llena. El Tajo de la Villavieja, que tuvo siempre la delicadeza de ofrecerle al pueblo el mejor de sus tres perfiles. Entonces se tomó la decisión y se definió la estrategia: al día siguiente habría expedición, cada uno llevaría alguna herramienta, bolsitas, una caja de bobinas. El sitio no podía esperar más la llegada de especialistas forasteros, de investigadores de la capital, que existían, se decía, pero no aparecían nunca y era importante, urgente, que las catas se realizaran.

No salimos muy temprano, no convenía levantar sospechas, y no informamos claramente a nadie. Tampoco deseábamos encontrarnos con la Encantá, la mujer que, desde época mora, baja cada mañana al Genil para regresar al clarear el alba con su cántaro de agua fresca y adentrarse por alguna de las cuevas de la pendiente, que a nosotros nos parecían grandes ventanas almenadas. Los pocos que la habían visto aseguraban que era tan hermosa como esquiva, que se daba arte para escabullirse en los magros abrigos del repecho.

Desde la aldea de Fuentes de Cesna hasta La Villavieja hay solo dos kilómetros, pero cuando se tienen entre ocho y doce años y la meta de la excursión suma a las fábulas el peligro cierto de un precipicio, toda prevención es poca. Nada más llegar a la meseta de la roca se encuentra un muro semicircular de piedras apiladas, una especie de majano que, una vez superado, se abre hacia el despeñadero, con su regalo espléndido, panorámico. Si se quiere encontrar la fortuna que, según todos los indicios, atesora el tajo, lo primero que hay que hacer es dirigirse a su filo llevando una granada entre las manos y sentarse junto al arbusto de cornicabra que se enraíza y se exhibe allí acrobática, milagrosamente. Contemplando el vasto valle que recorría el río Genil y hoy inunda el pantano de Iznájar ha de comerse la granada entera: solo en el caso de que ni un solo grano caiga por el precipicio esa mujer o ese hombre sereno hallará la orza de las gemas que los mercaderes nazaríes escondieron en el vientre del enorme cetáceo de piedra, en cuyo centro reposa una laguna de linfas muy frías. Es la primera prueba que deberá superar el héroe, según el dicho que repetíamos nosotros y antes habían recitado nuestros padres, y previamente sus abuelos: “Entre Cesna, Balerma y El Moro esconde el rey su tesoro”.

Un día una marrana se le perdió a su dueño por aquel paraje. Salió días después de las entrañas de La Villavieja mordiendo una moneda de oro. Los arados desenterraban lucernas intactas, tejas, dineros antiguos, romanos y moros, los aceituneros apartaban fragmentos de cerámica negra y azulejos vidriados.

Batimos el techo del tajo y bajamos hacia su base por el lugar más prohibido, las escalerillas excavadas en la roca, nos detuvimos a calibrar los aljibes medievales, escarbábamos un poco, recogíamos muestras. Trocitos de loza y pequeños huesos que introdujimos con cuidado en nuestros cofres. A veces dudábamos con las piedras de formas más raras, ¿pequeñas esculturas o caprichos labrados por la naturaleza? A la vuelta pasamos por un cortijo y le hicimos a su dueño la pregunta que llegaría a oídos de nuestras madres: “¿dónde está la tinaja de los dineros, el tesoro del moro?”. Ya en el pueblo, aquella tarde, nos atrevimos a enseñar el nuestro. Eran, nos dijeron los mayores, huesos de pájaros y trozos de platos y lebrillos de alguna alquería cercana. Pero nosotros recelábamos de aquellos juicios precipitados, convencidos de que allí dormía el verdadero caudal que un día sería expuesto. Podrían los huesos ser de pequeñas aves, pero ¿de qué época? ¿no verían los animales desde la altura a los súbditos de Alhamar que en el fuerte cercano de Cesna protegían la inestable frontera? ¿Y la cerámica de verdes y blancos apagados, quién dijo que no fuera nazarí?

Medio siglo después de nuestra expedición un equipo de arqueólogos de la Universidad de Granada ha descubierto que aquel majano es el impresionante muro de un poblado de la Edad del Cobre y aseguran que el hallazgo es grande y procurará sorpresas. Los cuatro pioneros lo vislumbraban ya, aunque hubieran limitado en un cero sus cálculos. Suponían que todo el sitio tendría una antigüedad de 500 años. Tiene 5.000.

Nos enseñaron que el mito precedió al logos, pero bien sabemos que el logos es incapaz de enterrar al mito. Su potencia guarda secretos y arrojos que la razón desconoce. Los arqueólogos, recibidos en los pagos de Cesna como figuras que pusieran coto a décadas de desatención y ayudados en su medida por el entusiasmo de los fuenteños, han de saber que trabajan no solo en pos de las huellas de los hombres, sino al aire de sus indomables ficciones. Los cuatro adelantados de la Villavieja se llamaban Antonia, Ramón, Maricruz y José Javier. Hoy, esos pequeños llevan otros nombres, pero viven en la misma aldea que sueña su paraíso y abrigan idénticos anhelos. Aunque tal vez lo ignorase, el científico también vino a alimentar el alma de los niños, “madura de leyendas”. Su sazón en clave aguardaba en un nombre tan sencillo como honesto: la villa vieja.

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