Novedad editorial

El poeta es un fingidor

  • La editorial Cátedra ha recuperado la antología que Ángel Crespo dedicara a Fernando Pessoa, una manera óptima de adentrarse en la obra del autor portugués

El poeta es un fingidor

El poeta es un fingidor / (Granada)

Los poetas se fingen misteriosos. También Fernando Pessoa fingió serlo, aunque en su caso estuviera de más: Él es el Misterio hecho carne y hemos de acercarnos a su figura como a la deidad de una religión cuasi olvidada; no debemos descartar ni la burla ni el portento. Pessoa fue un poeta extraordinario, pero esto parecía no ser suficiente.

Él se veía a sí mismo como el Mesías que habría de sacar las letras portuguesas de la Oscuridad; se veía como un nuevo Dante, un nuevo Shakespeare, un nuevo Camoens, todo junto, y entendió que para conseguir su propósito no bastaba con escribir una obra literaria de primer orden; tenía que escribir una literatura entera, y decidió multiplicarse (o dividirse) en una serie de heterónimos -Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Bernardo Soares-, cada uno con un cometido distinto en este magno proyecto. Leer a Pessoa es leer a una multitud. El escritor ideó una biografía detallada para cada heterónimo -les hizo incluso el horóscopo- y procuró que ninguno firmara nada que no respondiera a su “carácter”.

Fernando Pessoa es la exasperación de un caso clínico muy abundante en el mundillo de las letras: el del hombre de talento obsesionado con este talento, el hombre que no sabe apartar la vista de sí mismo. (Ser poeta es una manera de estar solo, afirmaba Alberto Caeiro). La obra de Pessoa puede ser envidiable; su vida, ciertamente, no. Después de vivir unos años en África bajo el techo familiar, a los diecisiete años se instaló en Portugal y no volvió a traspasar sus fronteras jamás. Nunca dejó de enmascararse y esconderse. Además de identidad, Pessoa cambiaba de domicilio a menudo, como huyendo de algo que difícilmente habría podido dejar atrás. Los heterónimos no quedaron recluidos al papel.

Al poeta se le conoce un noviazgo con Ofélia Queirós, quien en un texto autobiográfico contaba que Fernando Pessoa a veces acudía a sus citas bajo la personalidad de Álvaro de Campos, una proyección suya poco recomendable, lúbrica y cruel. “Raramente hablaba de Caeiro, Reis y Soares”, reconocía ella. Álvaro de Campos se habría encargado de mandar al garete aquella historia de amor. “No combatí; nadie lo mereció”, declara el poeta en un verso tremendo. El sino de Fernando Pessoa era habitar esa soledad poblada de gente. Sus fantasmas. No tenía más interés que la literatura. Su literatura.

Conviene informarse sobre ciertos poetas antes de leerlos. Con Fernando Pessoa, al menos, lo mejor es hacerlo. Y El poeta es un fingidor, la antología poética publicada por Ángel Crespo en un lejanísimo 1982 y recuperada hoy por la editorial Cátedra, posiblemente sea el medio idóneo para adentrarse en el laberinto pessoano. El volumen reúne una selección de poemas de varias obras y nombres clave: El guardador de rebaños y Poemas inconjuntos de Alberto Caeiro, las Odas de Ricardo Reis, además de algunas poesías de Álvaro de Campos y del propio Fernando Pessoa, que acaba por ser tan irreal como las proyecciones de sus desvelos.

A pesar de las diferencias entre unos y otros, hay una misma cualidad de cristal en sus versos, que resuenan de manera inconfundible al ser golpeados, y hay una misma actitud interrogativa y polémica en todos, aunque personalmente me atraiga el teórico maestro del grupo, Alberto Caeiro; la razón no la sé. Según Pessoa, Caeiro era rubio, de ojos azules, tuberculoso y habría muerto a la edad de veintiséis años; no se me ocurre retrato de poeta más folletinesco. Pessoa, en las vestes de médium, habría transcrito las poesías que el difunto Caeiro le dictaba desde el Más Allá.

En un poema de El guardador de rebaños, Caeiro se plantea la cuestión de la fe en un crescendo admirable. En cierta estrofa, escribe: “No creo en Dios porque nunca lo he visto. / Si él quisiese que yo creyera en él, / seguro que vendría a hablar conmigo”.

Unos versos más adelante, el poeta introduce un interesante matiz: “Pero si Dios es las flores y los árboles / y los montes y el sol y la luz de la luna, / entonces creo en él, / entonces creo en él a todas horas, / y toda mi vida es una oración y una misa / y una comunión con los ojos y por los oídos”. Y entonces, con suma inteligencia, nos desarma con una apostilla: “Pero si Dios es los árboles y las flores / y los montes y la luz de la luna y el sol, / ¿para qué le llamo Dios?”.

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