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La sombra de Chopin en Falla

  • El Auditorio Nacional de Madrid acaba de clausurar la exposición 'Falla-Chopin, la música más pura', que indaga en la impronta del polaco en el compositor gaditano

La presencia de Fryderyk Chopin puede rastrearse desde el comienzo mismo de la carrera musical de Manuel de Falla. En primer lugar, claro está, en su faceta de pianista. José Tragó, su profesor en Madrid, había estudiado en París con Georges Mathias, discípulo a su vez del propio Chopin, por lo que puede trazarse sin dificultad un hilo pianístico directo entre uno y otro.

La inclusión de diversas obras del compositor polaco es constante en los primeros recitales y conciertos ofrecidos por el joven Falla, cuyo talento fue reconocido públicamente en 1905 con la obtención -"en buena lid", como escribe un crítico de la época- del prestigioso Premio Ortiz y Cussó.

En todo ello jugaron un papel fundamental el magisterio y los consejos de Tragó, que renunció a una brillante carrera de virtuoso iniciada en París para dedicarse casi por entero a la enseñanza en el Conservatorio de Madrid. Profesor y alumno se cartearon regularmente durante años y una buena prueba de la cordialidad que caracterizó siempre la relación es que en 1929 Tragó sigue dirigiéndose a él, a sus 52 años, como Manolito. O cuando reconoce en otra carta la emoción que le produce el hecho de que Falla, famoso ya en todo el mundo, continúe llamándolo "maestro".

En sus primeros pasos como compositor, cabe establecer también un nexo, aunque más sutil, entre Falla y Chopin. La Mazurca y el Nocturno, dos composiciones juveniles para piano del gaditano, no sólo recurren a un tipo de piezas cultivadas asiduamente por Chopin (una elección que difícilmente puede ser tachada de casual), sino que también esconden tras sus compases muchos de los procedimientos o giros más característicos del músico polaco.

Fuego fatuo

La génesis y el porqué de la fisonomía de Fuego fatuo siguen constituyendo un interrogante para los estudiosos de la obra de Falla.

Resulta difícil entender cómo, al tiempo que daba muestras en El sombrero de tres picos y la Fantasia Baetica de poseer una voz cada vez más personal, Falla pudo enfrascarse en la composición de una ópera cómica valiéndose únicamente de temas extraídos de diversas obras de Chopin. Tampoco el libreto de María Lejárraga parece una fuente de inspiración adecuada para un músico tan sensible y con un juicio estético tan atinado como Falla.

Sea como fuere, la ópera quedó para la posteridad en un proyecto nunca estrenado e incompleto ("siempre quedará inédita", escribe Pahissa que afirmó Falla). De hecho, sólo ha visto la luz en forma de la suite sinfónica realizada por Antoni Ros-Marbà y estrenada en el marco del Festival de Granada el 1 de julio de 1976, el año en que se celebraba el centenario del nacimiento del compositor.

Al margen de los interrogantes que suscita, Fuego fatuo nos sirve, sin embargo, para constatar una destacada presencia y un conocimiento muy completo de la música de Chopin en un momento ulterior y muy diferente de la carrera de Falla, volcado ya de lleno en su faceta de compositor, aunque de nuevo fugaz intérprete desde el piano junto a la cantante Aga Lahowska de una de sus Mélodies Polonaises.

En dos pequeños textos que escribió a instancia de sendas publicaciones extranjeras, Falla asocia constantemente a Chopin con la idea de pureza ("un puro substrato musical", "lo más puro que nos ha legado [el Romanticismo])".

La concepción artística del propio Falla, tanto si se considera el proceso de composición de cada una de sus obras aisladamente como si examinamos el conjunto de su producción, es también indisociable de un ideal de constante depuración.

La isla de la calma

Manuel de Falla no fue nunca un compositor rápido o intuitivo. Sus obras requirieron todas de un largo período de gestación durante el cual trabajaba lenta y laboriosamente durante horas en silencio. Fue la búsqueda de calma y sosiego lo que, unido a su deseo de vivir en el entorno más favorable para su salud, animó a Falla a residir durante dos extensas temporadas en Mallorca, concretamente entre el 28 de febrero y el 26 o 27 de junio de 1933, en una primera estancia, y entre el 7 de diciembre del mismo año y el 18 de junio de 1934 en la segunda.

Las condiciones climáticas durante el invierno no fueron siempre, sin embargo, las ideales, pero Falla sí que pudo disfrutar de una vida apacible en una casa del barrio de Génova, situada, como él mismo escribe en una carta, "a unos cuarenta minutos en tranvía" del centro de Palma. Ambas visitas no se habrían producido nunca sin la tenacidad y el entusiasmo del sacerdote, organista y compositor Joan Maria Thomàs, que no cejó en su empeño de atraer hacia su isla, "la isla de la calma" que cantó Rusiñol, a un músico al que admiraba profundamente.

Fundador del Comité Pro Chopin y de los Festivales Chopin, Thomàs fue un auténtico agitador de la vida musical mallorquina de aquellos años. Atrajo a la isla a grandes intérpretes (Rubinstein, Cortot, Casals...) y recabó para sus iniciativas apoyos de personalidades de toda Europa. Falla habla en una de sus cartas a Thomàs de "nuestra común devoción por Chopin" y ésta acabó plasmándose en la Balada de Mallorca, nacida inicialmente con el sencillo título de Canción Chopin y compuesta para la Capella Clàssica de Thomàs a partir de un fragmento de la Balada para piano núm. 2 del músico polaco y de unos versos extraídos de La Atlántida de Verdaguer.

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