Elemental, doctor Freud
La editorial Paidós, que anda celebrando su 65 aniversario, ha reeditado una joya preciosa de su catálogo, este ensayo-biografía sobre Sigmund Freud
Peter Gay. Paidós, Barcelona, 2010.
A finales del XIX, una sucesión de seísmos transformó profunda, radical, inexorablemente, el mapa del pensamiento en Occidente: Friedrich Nietzsche aniquiló al Dios de los cristianos para investir al individuo de un tesón sobrehumano, mientras Karl Marx quería hacer lo propio con el Diablo del capitalismo exorcizándolo del cuerpo social; Freud, por su parte, se adentró en la foresta del inconsciente para descubrir un sotobosque enmarañado y obscuro. Voluntad, entendimiento y deseo sufrieron violentas sacudidas que agrietaron la fachada burguesa primorosamente enlucida durante siglos. Después del envite de estos tres mosqueteros, este campo de batalla, la Vida, no podía ser igual. El hombre debía ser más adulto, más consciente de sí y de la sociedad que contribuye a perpetuar, o ser más hipócrita en caso de ignorar tales lecciones, pero no seguir siendo el mismo, de ninguna manera.
Aquel apoteósico final de siglo puso en la picota convenciones y convicciones seculares, cuando no milenarias. Después de dieciocho años de trabajo, Karl Marx publicó El Capital en 1867, redimensionando la utopía del mejor de los mundos posibles. Algunos lustros más tarde, en las páginas de Así habló Zaratustra (1883), Nietzsche decretó la muerte de Dios, dejando al rebaño sin pastor y sin el refugio de la trascendencia. Freud, el último en llegar, clavó la puntilla a la visión monolítica del ser humano promovida por esa sociedad doblemente desamparada, insistiendo en cuanto tiene de animal deseante y primordial. En La interpretación de los sueños (1899), descendió a las catacumbas del hombre en busca de cuanto iba amontonándose allá abajo, y lo hizo a través de una sorprendente vía de acceso: el sueño. Posiblemente, su método aún no era tan científico como pretendía y en ciertas deducciones metieron la pezuña el apriorismo y la fabulación, pero numerosos recursos suyos, como el de la asociación libre de ideas, o la consideración del sueño como un síntoma, se nos antojan intachables. Con Marx, Nietzsche o Freud se estará o no de acuerdo pero, sencillamente, no puede dejárseles de lado.
Del último, Paidós acaba de recuperar el iluminador ensayo-biografía de Peter Gay, Sigmund Freud. Vida y legado de un precursor, una óptima puerta de entrada a un personaje fascinador, una persona inquieta e inquietante y un autor con una producción inmensa, inabarcable, cuasi épica. Además de los textos teóricos que cimentaron el psicoanálisis y los fundamentos de una psicología general, Freud escribió mucho y de todo: literatura, lingüística, artes plásticas, ética, educación, derecho, religión, folclore, mitología, arqueología, política, etc. Con el respaldo de un nutrido epistolario y numerosos documentos inéditos, Peter Gay resuelve ejemplarmente el triple propósito de reconstruir un tiempo, retratar a un hombre y explicar su obra; una tiempo convulso que dirimiría sus diferencias en sendas contiendas mundiales, un hombre con una espinosa vida íntima, y una obra -incluso cuando erraba el tiro- de una sagacidad superior.
No debiera sorprendernos la resistencia inicial, cuando no el rechazo cerril, al psicoanálisis: "Hacer consciente lo inconsciente, que es la meta explícita de la terapia analítica -escribe Gay-, significa amenazar al paciente con la salida a la superficie de sentimientos y recuerdos que es preferible mantener encerrados". Ese sotobosque obscuro está poblado de alimañas que son carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre. Nuestro cerebro se asemeja a un motor acelerado, cebado continuamente por apetitos inaplacables, en permanente reelaboración de la propia experiencia a través de fantasías y fantaseos, que se transforman ora en anhelos, ora en temores. En el fuero interno del individuo corre un caudal de pulsiones alimentado por numerosos manantiales, frenado u oculto, según los casos, por fuerzas represoras de varia intensidad. Nos desarrollamos dentro de tensiones irresolubles: "Lo que [la mente humana] desesperadamente desea, a menudo -con no menor desesperación- lo desprecia o teme", resume Gay. No obstante, no debiera verse tragedia en ello. En general, aprendemos a convivir con nuestros demonios. Sólo en ocasiones algunos de éstos, especialmente tenaces, se transforman en neurosis, cuando no en psicosis, necesitadas de vigilancia.
En contra de la psicología y psiquiatría vigentes en el momento de su aparición, el psicoanálisis recurrió a una metodología y un instrumental propios, que irían refinándose con el tiempo, para hurgar en ese magma emocional. A Freud hay que verlo como un pionero. Se adentró en territorios inexplorados de la mente, descubrió islas a la deriva y les dio el nombre por el que todavía hoy se conocen: complejo de Edipo, narcisismo, sentimiento de culpa, pulsión de muerte, superyó… El propio Freud, consciente de sus hallazgos, realizó un parangón similar al empleado al inicio de estas líneas, escogiendo los elementos de la comparación entre nombres cimeros de las ciencias. Me serviré, de nuevo, de las rotundas palabras de Peter Gay: "Freud señaló, un tanto melodramáticamente, que el psicoanálisis le había infligido a la megalomanía de la humanidad la última de las tres heridas históricas. Copérnico estableció que la Tierra no es el centro del universo; Darwin incluyó a la humanidad en el reino animal, y él, Freud, estaba enseñándole al mundo que el yo es en gran medida siervo de fuerzas inconscientes e incontrolables de la mente".
De esta vida nadie sale indemne. En cierta ocasión, Freud dijo algo así como que en el plan de la Creación jamás se contempló la idea de que el hombre fuera feliz. Él atravesó una existencia plagada de revelaciones y conflagraciones, personales e históricas, y acabó desencantado con el que fuera su objeto de estudio. En 1929, en una carta a Lou Andreas-Salomé, declaró: "En mi ser más íntimo, estoy realmente convencido de que mis queridos semejantes -con unas pocas excepciones- son una chusma". Para contrarrestar esa misantropía, Freud depositó un encendido vitalismo en el otro fiel de la balanza. En 1932 confesaba a Arnold Zweig: "Oh, la vida podría ser muy interesante si uno supiera y entendiera más sobre ella". Entre las muchísimas declaraciones recogidas por Gay, me quedo con esta otra: "Aquel que, como yo, despierta los demonios más perversos con los que se puede enfrentar, demonios que moran en el animal humano sólo parcialmente domesticados, debe estar preparado para sufrir él mismo algún daño en este contexto". La verdad tiene un precio.
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