La distancia.

La distancia. / G. H.

Dicen que la distancia "es el olvido" pero yo no comparto esa opinión, que es -con ciertas variantes- lo que viene a decir una de esas canciones dulzonas de Los Panchos. La distancia en periodismo, el distanciamiento de los hechos tanto en la visión panorámica y neutral en la que se supone se sitúa el poeta o el periodista ha sido arrasada en estos tiempos de trinchera donde las cabeceras de los grandes grupos de comunicación hace tiempo que abrazaron con entusiasmo las causas de su respectivo bando político hasta convertirse en una terminal más en la estrategia de los partidos y sus objetivos y fines electorales.

La distancia, así, queda aplazada hasta que el juicio del tiempo permita observar y ofrecer una visión más desapasionada que la que en estos tiempos de tensión insensata se ha ido imponiendo desde que sonaron las primeras trompetas del coronavirus. Y no es salvaguarda abrazarse a la variable de la equidistancia, porque en el mundo de crispación entusiasta que nos van imponiendo tan solo está permitido elegir trinchera. Y por tiempo limitado, porque si uno no la elige ya hay quien se ha encargado de meterlo en la contraria. En un escenario de polarización, o conmigo o contra mí.

Es lo que entienden quienes se mueven con interés interesado en la confrontación permanente. Pero observando cómo en el periodo de la desescalada va in crescendo la escalada de tensión o el ciudadano escéptico, el que no es de unos ni de otros y aprecia tanto los aciertos como los desaciertos de los unos y de los otros sin demonizar comportamientos, o esos ciudadanos -que son la inmensa mayoría- se interponen entre esa política de bandería o nada bueno saldrá de esto. 

En estas estamos cuando este cancionero analítico apela a La distancia, de Roberto Carlos (el cantante brasileño, sí; aquel lateral también brasiliano que rompía redes a cañonazos, no), y bajo la bandera de este título de canción de 1974 viaja por el retrovisor del tiempo desde estos días actuales hasta los que hoy son pasado para encontrarnos, ¡oh, sorpresa!, con unos socialistas que en la oposición, sin llegar a estos desabridos vocablos de ahora, se constituyeron en azote de los gobiernos del momento.

Si en la romántica interpretación de Roberto Carlos encontramos a un amante desolado por un amor del que ahora no guarda contacto y se refugia en la presencia de "toda esta nostalgia que quedó", nuestros heraldos de la política toman nota del pasado -cuando en su momento fue presente- para proyectarlo al futuro como coartada para cuando se intercambien los papeles de gobierno y oposición. Roberto Carlos lamenta la de veces que pensó "en volver / y decir que de mi amor nada cambió", pero un silencio paralizante se impone en el acercamiento "y en la distancia muero / día a día sin saberlo tú".

Entre nuestros políticos, el jalear de los suyos -que es para los únicos que hablan- les impide cualquier propósito de enmienda y si en la canción encontramos a un cantante "viviendo en el pasado", a nuestros heraldos los topamos viviendo en la arcadia de un futuro de inminentes elecciones anticipadas para las que ni un solo día de sus vidas han dejado de maquinar. Y si el brasileño intérprete ha barajado la idea del regreso "y decir que de mi amor nada cambió", el español político no necesita pensar en el retorno porque en ningún momento dejó de estar para 'decir que de la cizaña que voy sembrando nada cambiará'.  

Distancia en el tiempo. Por ejemplo, en la crisis del ébola, cinco años atrás. Entonces, asistimos en primera fila a la interpretación de aquella ¡ministra! de Sanidad, de nombre Ana Mato, quien tuvo que concurrir a una rueda de prensa esperpéntica, rodeada de directivos sobre los que no mandaba, pues las comunidades autónomas son las que prestan los servicios sanitarios mientras que el Estado es el interlocutor ante unas autoridades europeas que exigían explicaciones sobre un asunto del que, sorprendentemente, el Gobierno central era un convidado de piedra.

He aquí la España autonómica, diecisiete sistemas sanitarios distintos: cuando en los primeros días del coronavirus una televisión daba cuenta de la actualidad, sobreimpresionada en pantalla discurría una cinta sin fin donde aparecían los teléfonos de urgencias habilitados para que los ciudadanos se informen e informen. ¡Diecisiete teléfonos diecisiete! ¿Hay quién dé más?

Viajando por las secretas galerías del tiempo, este cancionero analítico regresó en la distancia hasta más allá del ébola, hasta aquella frase antológica: "Es un bichito tan pequeño que si se cae de la mesa se mata", que dibuja el desconcierto de primera hora con que las autoridades del momento tropezaron con el que -hasta estos días de ahora- había representado el mayor problema sanitario en la historia reciente de España. Se trata del aceite de colza y los enfermos y las muertes que originó. Entonces, mayo y meses inmediatos de 1981, se conjugaron actuaciones y actitudes que recuerdan bastante a las de ahora para un caso que, 39 años después, con un juicio y unas condenas a empresarios desaprensivos, no ha cerrado la cifra cierta y final de víctimas.

La frase entrecomillada la pronunció Jesús Sancho Rof, entonces ministro de Trabajo, Sanidad y Seguridad Social, del Gobierno de UCD que presidía Leopoldo Calvo-Sotelo, en una entrevista en televisión a mediados de mayo, en pleno fragor de una crisis sanitaria que se extendía por una veintena de provincias y los enfermos intoxicados superaban los tres mil en un par de semanas desde que se detectó el brote que fue calificado de "epidemia" y "emergencia pública". Sin llegar a la virulencia de estos días ni recurrir al estado de alarma que el coronavirus ha forzado en este 2020, el del aceite de colza es el referente más parecido a esta situación de ahora.

En esencia, rememoraba este cancionero en un reciente artículo, la epidemia surgió del desvío de aceite de colza destinado a uso industrial que fue desviado para el consumo humano mediante envasado, principalmente para venta ambulante pero también en comercios de las provincias afectadas. Aquella ingesta provocaba la llamada neumonía atípica, una enfermedad pulmonar que causó la muerte o dejó secuelas neurológicas de por vida a muchos de los más de 25.000 afectados que en total necesitaron de asistencia hospitalaria. Hasta que se estableció la relación causa-efecto entre el consumo del aceite de colza y los intoxicados, un par de semanas después de los primeros casos, se difundieron una serie de conjeturas en tiempos en que no existía esa actual autopista de bulos que constituyen las redes sociales.

También entonces, como ahora, la oposición, en aquel momento encabezada por el PSOE, se lanzó oportunista y directamente a las espinillas del Gobierno, alentando la protesta, mientras el Ministerio trataba de sacudirse parcialmente la responsabilidad al apuntar a los ayuntamientos -por lo general, gobernados por la izquierda- como los responsables del control de la venta ambulante, una vía por la que se había difundido el aceite desnaturalizado, y cuya inspección no habrían ejercido con el rigor necesario los municipios.

El Consejo de Ministros había autorizado la importación para uso industrial de aquel aceite, que portaba un colorante amargo con el que se pensaba que sería suficientemente disuasorio para el consumo humano. Pero los empresarios que lo desviaron para su comercialización cavilaron que si lo destilaban a altas temperaturas desaparecería el colorante y sus efectos. Alentados "por un desmedido afán de lucro", según estableció el Tribunal Supremo en 1989 en una sentencia que condenó a trece de los 38 empresarios acusados, con penas de entre seis meses y veinte años de cárcel, de forma que solo dos de los condenados ingresaron en prisión. Penas leves para la gravedad de la enfermedad y el número de los afectados.

Una auténtica conmoción atravesaba a la sociedad española, un temor palpable al consumo de aceite por la sospecha de un falso etiquetado, en medio de una fuerte tensión social y política, mientras los expertos trataban de contener las especulaciones y reclamaban una prudencia que la imprudente oposición socialista no respetó. La primera muerte se había registrado a finales de abril, pero hasta el 9 de junio no se difundió la primera nota oficial que vinculaba la epidemia con la enfermedad hasta entonces desconocida. Se conoció tras detectar que varios niños ingresados en Madrid habían consumido la papilla mezclada con una cucharadita de aceite. De ahí se había tirado del hilo y se pudo combatir la enfermedad. Hasta noviembre, cuando la epidemia entró en clara fase regresiva.

Lo que va de ayer a hoy: entonces, mil muertes se consideraron una cifra insoportable; ahora, superamos los veintisiete mil. El Gobierno de entonces, en una epidemia circunscrita a España, se vio desbordado por la situación; el de ahora, en una pandemia internacional, también. La oposición de entonces reaccionó con oportunismo; la de ahora, también... Es decir, la política se apodera del escenario tan pronto como se detecta un daño. Y trata de sacar provecho de entre el dolor de los demás. Treinta y nueve años después los ciudadanos seguimos en medio del pim-pam-pum...

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