Lo verdadero y significativo de la vida requiere etiqueta y ceremonial. Cuando algo importa, y nos afecta especialmente, decimos que es sagrado, dándole así trascendencia y respetabilidad. Acercarse a lo sagrado requiere de nosotros un trato cortés, sutil y protocolario, al menos. La relación con lo intangible no se improvisa, requiere formalidad, recato y cierta sumisión. No cabe la camaradería ni el tuteo, mucho menos el desplante o la impostura.

El toro pide comedimiento, liturgia y educación; no se le puede torear de cualquier modo. La tauromaquia (pelea con toros) recoge, por tanto, los requisitos que se precisan para el arte de Cúchares y la complejidad de su desarrollo. Cada gesto requiere una regla, cada movimiento su lugar y cada lugar su tiempo; y aunque haya exabruptos, al estilo salto de la rana, tan del gusto de la turba, no son de recibo en el buen hacer de la liturgia sacramental.

No todo vale; hay órdenes y valores, jerarquía y excelencia que se distancia de toda vulgaridad. En el toreo no hay democracia posmoderna, ni ideología que trueque lo malo en bueno, como así ocurre en el terreno degenerado de la política cultural del Sr. Ernest Urtasun, donde el maletilla se ha erigido en maestro del coso y director de lidia. El valor se mide ante el toro, sin palabrería hueca de izquierda o de derecha. No todas las faenas son iguales ni tienen la misma belleza; las hay malas y buenas, sin paliativos, aunque todas requieran valor. Se necesita técnica para que surja el arte, se precisa de norma para que haya libertad y se requiere liturgia para que no haya despropósito ventolero.

La anarquía sólo ha producido destrucción y desgobierno; y lo mismo ocurriría con la tauromaquia si ésta no se atuviera a regla alguna. Ponerse delante de un toro tiene bemoles, sin duda, pero no todo lo valeroso importa de la misma manera. La improvisación artística, el duende y la trasmisión surgen cuando el torero sabe aplicar los contenidos, como la arquitectura, que plasma la belleza cuando hay cimiento que sostiene, o política, si hay concepto que lo explica; de otro modo, sólo habría naipes a merced del céfiro, ábrego o cierzo que porfían. Y ya sabemos cuánto entorpece el viento en la ejecución de cualquier faena.

El arte de la tauromaquia tiene norma, regla y técnica al servicio de la interpretación personal del maestro, que es quien trasmite la tradición (a veces no escrita) de la lidia verdadera, que se transgrede o respeta precisamente porque la hay. He ahí la originalidad de quien se mantiene o se sale de ella, precisamente porque existe y la conoce. Como la vida misma, la paradoja tiene aquí también su alacena ¿Os imagináis a un sacerdote celebrando misa en paños menores? Aunque no se perdiera el valor sacramental, haría el ridículo supremo.

En el toreo pasa otro tanto: se ha de ser fiel a la liturgia. El rito es eso, porque concita a lo sublime y, ello, no puede hacerse de cualquier manera. En un mundo donde todo está devaluado, que pretende desnudar de sacralidad al mismo Dios, también procura que el toreo moderno se desarrope de sus formas tradicionales y exquisitas, pensando que la esencialidad consiste en quitarle capas a la cebolla hasta dejarla en lo que no es.

Yo, que soy tomista y considero que la esencia va en la existencia, que el fondo va con la forma, y que el accidente requiere de la sustancia, no me puedo sustraer al dislate que huye de la formalidad litúrgica en aras de una ideología ácrata y sin fundamento histórico; más bien histérico, como se da en el caso del ministro de cultura. Retomemos por tanto a Pepe-Hillo y a Paquiro que, desde su viva experiencia, con pluma propia o la de otros (al decir de Andrés Amorós en el Arte del Toreo) aportan los principios y cánones para entender la lidia y reconocer con juicio lo que allí se hace ¿Sabemos apreciar el mérito de lo puro, o nos quedamos en las alaracas floridas y muletazos pintureros a toro pasado?

Se trata de saber discernir entre lo verdadero y lo corrupto, como la vida misma. Pero “¿quién para los pies y se deja coger, para que de este modo el toro consienta y se descubra?” que diría Pedro Romero. La lidia requiere verdad, y esa liturgia no podrá pasar de moda, por más que le quiten premios y honores desde el Ministerio contracultural.

Desde luego cada torero tiene su tauromaquia, que le define con la derecha o al natural, por supuesto, que puede ser ecléctico o manierista, pero, a la postre, ha de mandar en el toro y dejarse de mandangas. Eso es harina de otro costal. Quiero decir que la tauromaquia lleva en sí todo deleite. Y, para que así sea, han de guardarse las normas desde el paseíllo: hasta el rabo todo es toro, y el tiempo dirá.

Naturalmente que se puede interpretar la liturgia y la estética: el que quiera floritura que la haga; pero sepa que, sin cargar la suerte y reducir al toro, difícil será que le salga bien la ceremonia. En cualquier caso, que la técnica sea verdadera y el toro lo sea también.

Queremos verdad, para que nunca muera la tauromaquia. Respétense los cánones, la liturgia que lleva y la compostura que requiere; de otro modo se licuará, como ocurre con casi todo lo auténtico, en este espacio actual de inconsistencia modernista y tonta del ‘da igual’.

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