Los niños que ahora contamos los recuerdos a medio siglo de distancia evocamos como una privilegiada a la infortunada Lisa Marie Presley. Aparecía rubicunda en las revistas abrazada a su padre y suponíamos que era la pequeña más mimada que existiera. Detrás de esas fotos y las crónicas amables había una realidad más cruel y que se comprobó al poco. Pobre niña rica. Sólo tenía millones. Le faltaba cariño y protección. Su infarto que se le ha llevado por delante este viernes cuando sólo tenía 54 años nos habla en el fondo de una existencia anegada de angustia e insatisfacción. Buscando un sitio cuando parecía que tenía de todo y le sobraba de todo lo demás. El suicidio de su hijo de veinte años vino a aumentar la evidencia de la desesperación personal, melancolía de alfileres que llevaba décadas martirizándola.

Ahora comenzamos todos, por todas las generaciones, a plantearnos de forma más seria y responsable todo lo ligado a las enfermedades mentales y las depresiones. Hasta hace poco nos pedían en general resignación y entereza. No había razones para quejarnos de nada, si teníamos de todo. Eso parecía suceder, de puertas para fuera, para Lisa Marie y a estas alturas intuimos el cúmulo de asperezas y amarguras que podría llevar encima esa niña ya grande que nunca fue feliz del todo.

En una dimensión parecida es lo que le vino a suceder a tantos niños que se encontraron de sopetón, sin manual de instrucciones, fama, dinero, falta de privacidad y muchos otros factores difíciles de manipular de forma sana a una temprana edad. Si alrededor, entre los adultos, había más toxicidad que afecto, esos niños estaban destinados al hundimiento futuro.

También le pasaba a Adam Rich, el actor que daba vida al pequeño de Con ocho basta. No supo afrontar una vida realizada más allá de aquel puñado de años en la tele. Le pasó a sus hermanos, desgraciados actores que en su mayoría no se repusieron del éxito rápido y las malas influencias. No hay niños felices si están realmente solos bajo esos focos que queman .

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