Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Me llamo Juan Pablo, a mitad de camino entre Juan XXIII y Pablo VI porque así quiso mi madre se llamara el quinto de siete. Crecí en Granada, en la ciudad donde mi historia se tejió con hilos de luz y sombra, como en un tapiz andaluz. Niño del regazo de Granada, de cada rincón, de cada callejón, de cada suspiro de una tierra que moldeó el alma de un poeta sin versos, de este soñador empedernido.
Nací al final del Paseo del Salón, donde la carretera de la Sierra se besa con el aire de la Sierra. A los cinco años fui a la calle Arabial, frente a la Huerta de San Vicente. Vereis; La Huerta no era un campo. Era un lienzo de mazorcas, de sembrado de patatas, de barbechos, de amapolas, de trigales. Y los cipreses. Allí, donde veraneó Lorca. Eran tres. El de la derecha, más alto. Lo veía desde casa. donde nunca se hablaba de Lorca. Con seis años, iniciando los setenta, era pronto para saber de él. Sólo sabíamos de hacer cabañas, de allanar tierra para jugar a fútbol, de tirar con la lima, de llevarnos a hurtadillas alguna fruta de la huerta del Carilla. Fui feliz. En la Huerta de San Vicente, donde Lorca revolotea, aprendí a sentir tierra bajo pies descalzos y a escuchar el murmullo de acequias, que presagiaban la pérdida de frutas que mis hijos, designio del destino, nunca probarán.
La vega. Daba fruta que sabía a fruta. Dicen que, si la Alhambra es el corazón de Granada, la Vega es su pulmón, su aliento verde. La he visto cambiar, sí, pero su esencia permanece. Un tapiz de cultivos, de choperas que susurran al viento, de veredas de tierra que invitan a perderse. La Vega fue espacio de libertad, de bicicletas que volaban sobre surcos, de partidos de fútbol improvisados. El contraste con la urbe, un recordatorio de que, más allá del bullicio, existe una paz rural que te abraza. Allí el aire huele a tierra mojada, a misterios contados al atardecer. Y yo, Pablo, o Juan Pablo como cuando regañaba mi madre, era parte de ese hálito, un duende más entre chopos y varios olivos.
Quizá por ello mi Granada, la Granada que sueño, no fue sólo un mapa, sino una paleta de sensaciones, un caleidoscopio de recuerdos que se construyen capa a capa, como las casas en la ladera del Albaicín. Cada piedra, cada rincón, guarda un eco de mi vida, una cicatriz en el alma o una caricia en la memoria.
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