Las calles están llenas. Cada vez empezamos antes y, aunque debo reconocer que el alumbrado temprano a veces me inquieta y hasta me parece un poco cateto, todo hay que decirlo, soy mucho de las luces de Navidad. No comparto la competición por empezar el primero y tampoco sigo con mucho gusto el poco que derrocha la cantidad exorbitante en algunos lugares, pero hay espacio para todo el mundo y todos tienen su puntito: desde la elegancia sutil de las guirnaldas suspendidas de la calle Estepa de Antequera a los arcos vibrantes de Larios en Málaga, pasando por el medio de Cruz Conde en casa, por decir algunos de aquí sin meterme en honduras de fuera.

Las luces de Navidad son un reclamo y un bálsamo. Algunos apóstoles del ahorro y otros de la corrección me afearán que es un dispendio económico y ambiental injustificado. Que cuestan dinero y que no son naturales es algo que no discutiré. Pero creo que tampoco puede ponerse en cuestión que las luces son parte del concepto de la Navidad que la mayoría compartimos, tener las ciudades, al menos sus centros, engalanadas, advirtiendo de constante que el tiempo que toca es éste, fun, fun, fun. Navidad es salir a la calle y disfrutarla paseando, es el tiempo de los regalos para la familia y los amigos, es el tiempo de Papá Noel y de los Reyes, el de juntarse alrededor de una cena o un almuerzo especial con los de cada cual, es el de los buenos deseos a los conocidos y a los desconocidos, y es el tiempo del Gordo, por si toca, que no toca, pero alegra, por preñarse de espacios comunes. Es simple y banal, y muy superficial e irreal, si se quiere, pero las luces recuerdan todo eso y a todo eso invitan. Son reclamo porque llaman a mirarlas. Son bálsamo, porque si se miran así, calman.

La vida tiene recovecos complicados todo el año y no desaparecen porque sea Navidad, pero tenemos derecho también a esconderlos un poco si tenemos la ocasión, a diseñar algún momento de fuga que permita apartarse un rato de una realidad –a veces, machaconamente tirana– que impone disgusto e incluso dolor. Si las luces, aunque sea fugazmente, pueden servir para un momentito de ilusión, de verse como si nada pasara, de tenerse como si todo fuera bien, para mí ya sirven.

Las luces sirven para iluminar la oscuridad. Para mitigarla al menos. Hay luces sencillas, fuera de la Navidad, que cumplen simplemente esa función (si está oscuro, se prende la luz), que sirven porque hacen su trabajo y, al encenderse, ya se ve algo más. No siempre se ve todo, pero sí algo más. Estas luces de ahora sirven también para iluminar la oscuridad, pero, a diferencia de las útiles que solo cumplen esa tarea, son prescindibles. No nos sacan de lo oscuro propiamente, porque las calles se verán igualmente cuando se apaguen, pero sirven para iluminarnos de otra manera. Si como instrumentos nos recuerdan qué hay que alumbrar de verdad, entonces cobran sentido. No siempre todo, pero sí algo más. Feliz iluminación.

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