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F. Javier Perales Palacios

Otra Universidad es posible

La institución merece un futuro despejado pero hay que hacer reformas

10 de enero 2015 - 01:00

Nadie duda del convulso periodo que nos ha tocado vivir durante los últimos años a cuenta de la crisis y de otros ingredientes que la han sazonado. En esta especie de barra libre para la crítica de la que nadie ni nada parece escapar, algunas miradas comienzan a posarse en la Universidad, uno de los pocos estamentos sociales que han parecido quedar al margen.

La Universidad, como toda institución centenaria, pide a gritos una restauración, pero a nuestro ministro de Educación parece que se le esfumaron los afanes reformistas con la LOMCE como para acometer tan ciclópea empresa. No obstante y, aprovechando que también nuestra Universidad entra en año electoral, voy a tratar de aportar algunas modestas ideas para contribuir al necesario debate sobre su futuro.

En primer lugar la sociedad debería plantearse cuál es o puede ser el papel de la Universidad en el contexto actual o futuro. Ésta ha dejado ya de constituir el monopolio del saber establecido una vez que el conocimiento se ha globalizado gracias a las autopistas de la información, por lo que su función como educadora de masas ha perdido bastante fuelle. Al margen de la generación de investigación, quedaría quizás el rol de socializar a los jóvenes de modo presencial, sistematizar sus actividades de aprendizaje y proporcionarles un itinerario de formación específica como es el caso de los masters profesionalizadores. Aun así, las universidades -como los aeropuertos- han florecido en demasía, incluso a distancias inferiores a 50 kilómetros. Sería preciso reducir drásticamente su número mediante un reagrupamiento ordenado y especializar los actuales campus para ganar en eficiencia y prestigio. Siempre es más rentable becar a un estudiante para desplazarse desde su domicilio (lo que, por otra parte, suelen agradecer el estudiante y sus padres) que replicar gravosas infraestructuras universitarias.

El papel subsidiario de la Universidad respecto a la sociedad debería traducirse en una gestión ágil y desburocratizada, tanto en los trámites del día a día como en su capacidad de adaptar su oferta formativa a los cambiantes tiempos que nos tocan vivir. Los planes de estudio no pueden ser cocinados a fuego lento solo por las propias universidades, donde las tentaciones endogámicas afloran y triunfan fácilmente; debieran venir dados en gran medida por la UE y, en el peor de los casos, por el Gobierno central; con ello se atenuarían los problemas de convalidación de estudios entre nuestras propias universidades.

La gestión de los recursos -escasos en estos tiempos- ha ralentizado gravemente el funcionamiento de las universidades. La autonomía universitaria debería servir en este caso para promover un verdadero debate en torno a cuáles son las obligaciones que deben asumir y cuáles no. En época de bonanza como la vivida hace escasos años, la Universidad hizo propias diversas funciones y gastos consecuentes que la dinamizaron pero que también la hipotecaron para la necesaria priorización de su inversión, que ha de estar enfocada con toda lógica hacia la docencia y la investigación. Es el momento de decisiones valientes que salven a las universidades de la banca rota o de la precarización de su labor.

En cuanto al acceso a la propia Universidad, debe tomarse de una vez en serio. Si lo que se quiere es tener entretenidos durante cuatro o más años a los cientos de miles de jóvenes candidatos anualmente a las listas del desempleo, que se diga y se haga una Universidad generalista que, al menos, ayude a orientarlos laboralmente. Si se optara por una Universidad más especializada, habría que optar por seleccionar a los estudiantes directamente para cada titulación con unos cupos de entrada acordes con las previsiones de inserción laboral (como se hace en la carrera de Medicina). Lo que se hace actualmente es sencillamente un fraude de ley.

Si prestamos atención al colectivo del profesorado, también hay suficiente margen de mejora. Solo recientemente y merced al tapón generado por la crisis entre jóvenes con una gran formación obtenida a partir de becas competitivas y esfuerzo, el acceso a la Universidad se va haciendo verdaderamente plural aunque con cuentagotas. Si esa pluralidad se consolida y se evitan los candidatos a dedo, será un gran paso a delante. Queda aún trecho por recorrer. Por ejemplo, el viejo dilema profesor funcionario o contratado debería tener menos sentido que las propias exigencias al mismo.

Al profesor hay que facilitarle su labor docente e investigadora pero también controlar su trabajo según su nivel de especialización en una u otra. El tema pendiente y arduo de la evaluación de la docencia podría dejarse en manos de un grupo de prestigiosos docentes ajenos a la propia universidad y que, de forma aleatoria, pudiera revisar cómo es la docencia impartida (materiales de enseñanza, de evaluación, forma de dar las clases, cumplimiento de sus obligaciones, opiniones del alumnado, etc).

Solo en el caso de que sea positiva, supondrá un incremento de sueldo, al contrario de lo que sucede hoy día que se concede discrecionalmente. Ello debería ir acompañado de salarios acordes con la preparación y la responsabilidad docente e investigadora; si se pusiera sobre la mesa el organigrama de sueldos de todo el personal que trabaja para la Universidad (docente y no docente), saltaría sin duda más de una sorpresa difícilmente justificable desde esos parámetros.

Por otro lado, la movilidad laboral y de horario, tanto del Profesorado como del Personal de Administración y Servicios, debiera contribuir a aprovechar los recursos humanos existentes y su especialización, sin pretender puestos estancos para toda la vida. La economía real, mal que nos pese, marca un rumbo de flexibilidad que la Universidad tampoco puede por siempre ignorar.

No quisiera dejar un poso amargo en mis propuestas, sino todo lo contrario, la Universidad española se merece un futuro despejado pues ha aportado mucho a lo que hoy día somos, pero también ha de creerse que para lograrlo ha de desprenderse de las rémoras que hoy por hoy la vienen lastrando.

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