Cruzar el charco para estar al menos una vez en la vida en la América hermana a que nos convoca nuestra historia, nos exige nuestro presente y nos convendría para el futuro, debería estar subvencionado. Es la experiencia de contagio vital más intensa que haya tenido hasta el momento. Y estoy (porque todavía, cuando escribo esto, me encuentro acá) fulminado. Lo que esta tierra atrapa no cabe en la columna y me temo que marca definitivamente la diferencia en las experiencias vitales de cada cual que tiene la fortuna de ser conquistado por ella.

El charco abruma porque es enorme y sobrevolarlo permite en las varias horas que el trayecto ocupa observar desde lo alto una inmensa capa azul, a veces jalonada por fulgores blancos de olas; otras, a medio descubrir entre algún mar de nubes que se pelea por ocultar el océano. Luego la tierra, primero presentada por islas que, siéndolo ya, sugieren la grande que viene. Después el verde rotundo, espeso, constante. Por zonas, las montañas, picando al cielo tras sobresalir altivas de los grises de lluvia. Y, en mi caso, por primera vez, Bogotá, y de Bogotá a la perla del Caribe colombiano, Santa Marta. Y, entonces, la gente. La gente. Definitivamente, la gente.

El verdadero patrimonio americano no es la belleza brutal de sus paisajes, ni la riqueza de sus monumentos, ni la hondura de su historia, ni la ligazón que tengamos. Eso también, pero no es absolutamente genuino. El verdadero patrimonio que atesoran reside en las personas que lo pueblan, que la hacen rica, apabullantemente rica, en amabilidad, hospitalidad y cercanía. La sonrisa del mundo vive aquí.

Una guacharaca originaria de la tierra, una caja que juega al ritmo con una cadencia de pasión encerrada, un acordeón que se estira y envuelve, que se entrecorta y seduce, y una voz que mezcla saberes contados con ilusiones por vivir, que canta elevada, que habla cantando. Agarrarte entonces a tu amor, que de esto va la vaina, y bailar, bailar, bailar sin parar y, sobre todo, sin querer parar, uno o dos pasitos cortos a un lado y hacia el otro, un ligero sentido del tumbao en las caderas y fluir. Vallenato. Santa Marta. Colombia. La felicidad disparatada.

A mí me ha traído aquí mi trabajo y, por mi trabajo, del que no suelo tratar aquí, la academia, pero en esa versión generosa y libre que lidera Juan Antonio García Amado, maestro y amigo, que me reconcilió con el derecho a lo grande. Y en el camino sumo afectos de más maestras y maestros brillantes que son, sobre todo, verdaderas estrellas personales. Da igual lo que hacen, importa que rinden lo que son. Yo quiero parecerme y escribir algún capítulo de mi vida con alma americana porque, si no, ya no estaría completo.

Sí, estoy abrumado. Y aún resisto. Feliz porque vivo, porque siento, porque soy. América es la conquista que le faltaba a mi corazón.

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