El Informe Mundial de la Felicidad 2024, elaborado con encuestas en 143 países y aparecido recientemente, pone de manifiesto que, en las sociedades desarrolladas, los jóvenes entre 15 y 25 años son cada vez más infelices y lo son, además, en mayor proporción que los mayores, quebrando así la tendencia anterior.

Tal constatación, evidente y acusada en España, pudiera explicarse por simples causas materiales: el desempleo, la caída de los sueldos, la imposibilidad de acceso a la vivienda, entre otras. Pero ese déficit en las cosas no acaba de descifrar el profundo desencanto, la falta de sentido y propósito que uno observa en este grupo social, otrora combativo, ilusionado y dispuesto a comerse el mundo. Por ello, hay quienes afirman que los jóvenes de hoy, tras la pandemia, están atravesando el equivalente a “una crisis de la mediana edad”, atrapados en una espiral en la que son progresivamente más infelices, yendo sin remedio el estrago a más. No les falta razón. El hecho es que, en las edades señaladas, la tendencia global positiva a la satisfacción vital acabó con la llegada del coronavirus, como si este hubiese dejado en los jóvenes un cierto aire de cinismo y melancolía.

Tampoco ayudan nada los dislates de la modernísima ingeniería social: “Les han dicho que el pasado es matizable e incluso condenable –señala el periodista Gonzalo Núñez en el digital Ethic–, que el presente es una construcción de su voluntad pero que el futuro de todos modos no existe […] que su género es lábil, que su amor es líquido, que la meritocracia no existe [y] que la formación es un trámite”. Junto a esto, les han relativizado el concepto de responsabilidad, acortado el ámbito cierto de su discrecionalidad, infantilizado sus conciencias, detenido el proceso de su madurez. Dibujándoles una realidad artificial, y para ellos inalcanzable, les han mentido sin ningún escrúpulo.

Es inevitable, ante un universo tan gris, tan falto de luz e interés, que nuestra juventud se abisme en la depresión, en la ansiedad, en una morbosa incapacidad de experimentar placer. En una coyuntura ya de por sí desorientada, se les está dejando solos, no le importan a nadie, se les arrincona en una liberación irreal y sin salida. No es que no serán jamás tan felices como sus padres, es que les estamos educando para que desconozcan en absoluto la noción misma de felicidad. Sin camino, ruta ni mapa, se ahogan en su falsa libertad impotente.

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