Lecturas de una exposición

01 de septiembre 2025 - 03:09

Aprendí a leer con mi maestro, don Maximiliano, en Villanueva del Arzobispo, y he leído todo lo que ha caído en mis manos. Pero la lectura con 11 años del Quijote cegó mi vena narrativa. Tendría que haber escrito ya unas memorias, una novela histórica o un algo. ¿Para qué?, si Cervantes llevó el género a la perfección. Aunque no he dejado de leer. Y no solo libros, hasta las revistas de las consultas médicas. Llegué a creerme dueño de una cultura universal. Pero el vertido inabarcable de libros y datos a la red muestra que no he leído casi nada. Amigos sabios y grandes divulgadores me están ayudando a pasarme a la lectura del universo, de la tierra o de las sustancias cristalinas. La geóloga Rosa María Mateos lee para mí las arrugas de la tierra. El astrofísico José Manuel Vílchez, desde la penumbra del salón de la residencia de Calar Alto, en una noche de vértigo y asombro, me deletreó el cosmos y sus arrugas. El cristalógrafo Juan Manuel García Ruiz captó la caligrafía del cristal en los platinos de tungsteno de mi moto. Manolico, el aparcero de mi abuela, me enseñó, siendo yo adolescente, a enderezar alguna línea torcida de mi vida. Manuel Alvar, a leer en los dialectos peninsulares el trazo de las palabras y las cosas. José Vallejo, maestro en la lectura de monumentos, músicas y colores, me enseñó a leer el barroco de la Cartuja, el renacimiento de San Jerónimo y las citas del Corán de la Alhambra. Comisario ahora de la excelente exposición que se exhibe en la Casa y museo de Federico García Lorca, titulada Impresiones y paisajes Gráficos, Publicaciones de 1898 al 1936, propone la ‘lectura’ de 150 obras que ayudan a entender hasta qué punto, antes de la devastadora Guerra Civil, ‘la intelectualidad’ española había conectado con las corrientes culturales más avanzadas de Occidente. El conflicto, de la mano de los vencedores, apagó las luces. Franco –como Trump con su odio a Harvard– puso en marcha una guerra de exterminio de los humildes brotes de modernidad que el primer tercio del siglo XX había alumbrado en nuestro país. Pero esta es solo ‘mi lectura’, bastante reduccionista y a bote pronto, de la riqueza del material gráfico que se muestra en la Huerta de San Vicente. Si quieren disfrutar de él y hacer su propia lectura de lo allí expuesto, lléguense a la Casa de Federico García Lorca. Vale la pena.

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