Yo no iba a ser profesor de literatura. Ni siquiera licenciado en Filología Románica. Poeta quizá, pero nada más. La ilusión que me habían proporcionado mis profesores insignes en el Instituto Padre Suárez, desapareció al llegar a la Facultad porque eran los años de la masificación y los catedráticos sólo venían a visitarnos los primeros días de cada cuatrimestre. El resto del curso lo impartían los adjuntos a cátedra o los profesores no numerarios que, en general, dejaban bastante que desear. Esa desilusión unida a la efervescencia política de aquellos últimos años sesenta hicieron que pensara muy seriamente en dejar los estudios. Después de un año sabático, en el que me dediqué a actividades varias como tocar la guitarra bajo en un grupo, trabajar como disc-jokey o como periodista musical, decidí que iba a marcharme a Madrid a buscar la gloria literaria o musical. Me daba igual, pero quería que fuese algo vivo en aquellos turbulentos y anacrónicos- años sesenta españoles. Mi padre me pidió que probara un año más y que si seguía sin satisfacerme la carrera, él me apoyaría en mis aspiraciones capitalinas.
No hizo falta, porque ese año de prórroga, el profesor de Literatura Española era también un PNN, pero ¡qué PNN! Recuerdo el primer día de clase, cuando un muchacho apenas unos años mayor que nosotros, exquisitamente vestido con una de sus camisas blancas y un jersey beige sobre los hombros, entró en clase con una edición crítica, muy arrugada, de los poemas de Garcilaso de la Vega en la mano. Cuando comenzó a hablar, yo entendí de nuevo el por qué me gustaba la literatura y el por qué yo quería dedicarme a escribir y a enseñar sobre esa materia. ¡Eso sí era lo que yo buscaba en la Universidad! Desde entonces hasta hoy, la vida sin Juan carlos Rodríguez ha sido inconcebible para mí. Fui uno de sus primeros discípulos, uno de sus primeros colaboradores, uno de los primeros poetas granadinos que llevaron sus teorías a la práctica poética, y también un amigo y un cómplice en los asuntos de la vida, en momentos difíciles para los dos y también en los gozosos, en los felices.
Creo que él comenzó a apreciarme cuando, una noche, al entrar en la discoteca Janforjai, a la que se accedía por una escalera, oyó resonar mi voz desde la cabina del disc-jokey: "¡Con ustedes, Black is Black!"
Siempre contaba esa anécdota cuando alguien se refería a mi pasado anterior a aquella primera clase de 1970.
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