Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Ha permanecido, durante casi los últimos seis lustros –y aún sigue ahí– en el jardín antesala del estudio santaferino del escultor Miguel Moreno, una de sus obras, vaciada en sonoro bronce y a tamaño natural: feliz encargo que dejó, casi pagado en su totalidad, la corporación municipal que presidió el recordado y muy querido José Gabriel Díaz Berbel y que representa la figura de un excepcional granadino, cuyo recuerdo y ejemplar memoria han permanecido sumariamente secuestrados, por voluntad consciente, imperiosa y avasalladora de una intransigente y apolillada izquierda política local –en este caso, erigida en espurio juez inclemente e inmisericorde– que, con pretendidas razones, en su génesis cicateras, biliosas y hasta mezquinas para ser tales, se ha comportado a modo de civil tribunal de una extemporánea inquisición que emitió sentencia estalinista, sin juicio previo, a este reo, mudo e indefendido, años después de acabada la contienda civil.
La estatua en cuestión representa al que fuera miembro de la Generación del 27 y catedrático por oposición de Historia del Arte, en las Universidades de Salamanca y en su natal Granada de la que fue excepcional y cultísimo alcalde, cuyas inteligentes acciones de gobierno, aún hoy, son amablemente recordadas y encomiadas, incluso, desde criterios de independencia, por su beneficiosa influencia, en muy diversos y substanciales aspectos de la vida, el arte y la estética granadina. Cometió, sí, el pecado de vestir camisa azul, en aquel tiempo en que unos y otros mataban a criaturas en barrancos y en checas, sólo por pensar distinto, aunque, él, lejos de causar o permitir daño personal alguno, salvó cuantas vidas pudo, con el mismo espíritu humanitario que Schindler en la ciudad de Brünnlitz.
Su nombre, pese a todo, permanece en el recuerdo popular de muchísimos granadinos, nacidos y de adopción que, sin haberlo podido conocer, hemos sabido de su verdadero valor.
Sabio intelectual, investigador y docente, este granadino merece, tras el silencio del tiempo, el homenaje de su ciudad, sin más banderías ni enfrentamientos. Y es ocasión de que nuestro Ayuntamiento, lejos ya de ridículos complejos y actitudes catetas, labrando en el jardín de la concordia, sitúe la efigie de don Antonio Gallego y Burín, barón de San Calixto, en algún parque o plaza públicos, pero cerca de suelo universitario. ¿O no?
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