La memoria secuestrada

10 de septiembre 2025 - 03:06

Ha permanecido, durante casi los últimos seis lustros –y aún sigue ahí– en el jardín antesala del estudio santaferino del escultor Miguel Moreno, una de sus obras, vaciada en sonoro bronce y a tamaño natural: feliz encargo que dejó, casi pagado en su totalidad, la corporación municipal que presidió el recordado y muy querido José Gabriel Díaz Berbel y que representa la figura de un excepcional granadino, cuyo recuerdo y ejemplar memoria han permanecido sumariamente secuestrados, por voluntad consciente, imperiosa y avasalladora de una intransigente y apolillada izquierda política local –en este caso, erigida en espurio juez inclemente e inmisericorde– que, con pretendidas razones, en su génesis cicateras, biliosas y hasta mezquinas para ser tales, se ha comportado a modo de civil tribunal de una extemporánea inquisición que emitió sentencia estalinista, sin juicio previo, a este reo, mudo e indefendido, años después de acabada la contienda civil.

La estatua en cuestión representa al que fuera miembro de la Generación del 27 y catedrático por oposición de Historia del Arte, en las Universidades de Salamanca y en su natal Granada de la que fue excepcional y cultísimo alcalde, cuyas inteligentes acciones de gobierno, aún hoy, son amablemente recordadas y encomiadas, incluso, desde criterios de independencia, por su beneficiosa influencia, en muy diversos y substanciales aspectos de la vida, el arte y la estética granadina. Cometió, sí, el pecado de vestir camisa azul, en aquel tiempo en que unos y otros mataban a criaturas en barrancos y en checas, sólo por pensar distinto, aunque, él, lejos de causar o permitir daño personal alguno, salvó cuantas vidas pudo, con el mismo espíritu humanitario que Schindler en la ciudad de Brünnlitz.

Su nombre, pese a todo, permanece en el recuerdo popular de muchísimos granadinos, nacidos y de adopción que, sin haberlo podido conocer, hemos sabido de su verdadero valor.

Sabio intelectual, investigador y docente, este granadino merece, tras el silencio del tiempo, el homenaje de su ciudad, sin más banderías ni enfrentamientos. Y es ocasión de que nuestro Ayuntamiento, lejos ya de ridículos complejos y actitudes catetas, labrando en el jardín de la concordia, sitúe la efigie de don Antonio Gallego y Burín, barón de San Calixto, en algún parque o plaza públicos, pero cerca de suelo universitario. ¿O no?

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