El año que dejamos atrás ha sido el de la decepción. Al menos para la mayoría que lo encaró por estas fechas con la esperanza y la ilusión de que el 16 sería el año del cambio político, el año en que se frenarían las políticas de austeridad que han dejaron vía libre al neoliberalismo para acaparar cada vez más capital en cada vez menos manos a costa del empobrecimiento de las clases medias y bajas, y en el que se iniciaría un camino inverso de recuperación de los derechos y las libertades que la derecha había cercenado y se viraría hacia políticas que paliaran la creciente brecha de la desigualdad.

La izquierda dividida y la derecha atrincherada, inmovilista, dirigida por un zombie, provocó una inmensa sensación colectiva de desánimo y frustración, que nos ha hecho anhelar la llegada de este 2017. ¿Pero se vislumbra realmente el nuevo año más esperanzador que el anterior? Difícilmente se puede ser optimista ante la que se nos avecina. Nadie hubiera creído hace unos años que los fantasmas del totalitarismo que asolaron Europa hace un siglo serían una amenaza tan consistente cien años después. El resurgir de los nacionalismos excluyentes en una gran parte del continente nos deja imágenes de hordas de refugiados vagando sin rumbo hasta toparse con vallas de alambre de espino o con un mar convertido en fosa común. Imágenes más propias de la primera mitad del siglo XX si no fuera porque nos llegan en brillantes colores de alta definición.

Ya no es solo un fascista fanático en Hungría el que está dispuesto a usar la mano dura contra el extranjero. Con Londres a punto de iniciar su emancipación de la Unión, elaborando ya leyes proteccionistas contra los trabajadores comunitarios, son muchos los países que irán a elecciones este año y sobre los que se cierne el peligro ultra y xenófobo, empezando por Francia, donde no es descartable que en una posible segunda vuelta entre Le Pen y el candidato de la derecha moderada, no sea la primera la que se lleve el voto descontento de antiguos votantes de izquierda, y así el gato al agua.

Con semejante panorama a este lado del Atlántico, se echa aún más de menos que en el lejano Oeste no esté al mando un Obama o un Roosevelt para sacarnos las castañas del fuego. En su lugar hay un tal Trump del que primero nos dijeron que era imposible que acabara siendo el candidato republicano y más tarde que era igualmente imposible que acabara ocupando el Despacho Oval. En el plano doméstico no estamos mejor. Trillo dimite un minuto antes de que lo despachen, sin pedir perdón, y los que hacen bromas sobre Carrero Blanco (que ya se oían estando Franco vivo) están más cerca de la cárcel que el torturador Billy el Niño.

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