He escrito antes que mi manera de ser y sentirme español es siendo y sintiéndome andaluz. No necesito una frontera en Despeñaperros, tampoco otra en la Raya, ni distingo bien cuándo termina Almería y empieza Murcia. De hecho, extiendo el sentido propio de ser andaluz a veces en Zafra y otras en Almuradiel, lo noto en Puerto Lumbreras y también en Vilamoura, y hasta me he sonreído socarrón mientras comía hamburguesas en la barra del Black Iron, en el Midtown West de Manhattan, frente a una camiseta del Betis (al terminar, “Nite, guys, ¡mucho Betis!”). Ser y sentirse andaluz para quedarse encorsetado es una contradicción.

Cuando Blas Infante escribió El Ideal Andaluz esto era otra cosa. Ni derechos, ni educación, ni tierra (que eran dineros). Sometidos, iletrados y pobres. Espera: sometidas, sí, iletradas, también, y pobres, lo mismo (ya para todo, daos por incluidas). Hay que fijarse que he escrito iletrados en el sentido estricto del término, sin letras, sin educación formal que se pudiera obtener en la escuela o en la academia, pero no me he atrevido, porque no sería cierto, a escribir incultos. El único patrimonio que ha sobrevivido al manejo interesado de los poderosos reconvertidos en tiranos, los de aquí y los de fuera, al expolio orquestado de manera sistemática para contar con mano de obra barata y dócil, a la lectura parcial de la construcción de un país común cuando tocó poder construirlo (entre “el madre mía, no trabajan” y el “pobrecitos, entiéndelos”), ha sido la cultura: la cultura con mayúscula que da de comer, como nutriente vertebral, a la que luego se vende española y la que se ha escrito y se escribe con minúscula anónima en cada cara andaluza desconocida para el extraño que solo tarda un minuto en hacerlo sentir propio.

Hoy esto es otra cosa. Hay derechos, no podemos decirnos iletrados y de dinero (sin andar bien, no para tirar cohetes) buenamente vivimos, sabiendo que a quién no, se le protege o, al menos, así se intenta. Ya no estamos sometidos (aunque no sobren caciques), ni nos faltan libros (aunque haya que querer leerlos), ni nos amenaza la ruina (aunque sea exigencia trabajar duro para esquivarla y falte camino largo, que nunca acaba). Y sigue la cultura, esa que ni hemos abandonado ni nos abandonó jamás. La esencia de ser lo que somos: la que se escribe con letras grandes de los genios conocidos y con las menudas de los geniales anónimos desconocidos. Mezcla y pasión. La bandera que quiero ondear es la de creérnoslo.

No me quiero andaluz por comparación con el que no lo sea. Yo me quiero andaluz porque es mi manera de ver el mundo y respeto la de otros, porque el mundo así es más grande que uno chiquito. No preciso tener, por poner, un victimismo que ahonde en lo mal que nos lo han hecho pasar; quiero sacar el orgullo de demostrar lo que somos, a pesar suyo e incluso nuestro. Ni más que nadie, ni menos que ninguno. Así, libre y vivo. Real. Ea, ¡que viva Andalucía!

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