Quienes ostentan demasiado poder, o sea, ejercen una influencia excesiva sobre los demás, acaban por detentarlo. Mientras quien ostenta un cargo o título lo hace con honor, derecho o merecimiento, quien lo detenta lo hace por la fuerza o mediante componendas y tejemanejes. Los anales de la historia están no ya salpicados, sino repletos de personajes que en realidad fueron siniestros, pero que una vez aupados a la cima social -"solos o en compañía de otros", "por lo civil o por lo militar"- se ocupan con denuedo de blanquear sus tristes figuras, elevar a manantiales claros sus pozos de fango y, lo dicho, ir reescribiendo la historia con mitos, falsedades y hazañas inventadas, con el impagable trabajo de sus mamporreros y las palmas desolladas de sus aplaudidores, todo por un plato de lentejas y un puñado de monedas de cobre. El tirano político o de otra índole casi inevitablemente será tan ridículo como nocivo. Pero, por un muy humano instinto gregario, una parte de la masa suele adorar a sus sátrapas, que gobiernan lo grande o lo pequeño de forma arbitraria y despótica: la necesidad y el miedo catalizan tal alquimia.

El caso de poderoso detentador más notorio en el mundo de hoy es Vladimir Putin, aunque los hay en demasía: no en vano sus existencias son una extensión antropológica del sistema zoológico del que provenimos y al que, apenas rasquemos, aún pertenecemos de forma esencial. El presidente ruso desencadenó una guerra que nuestro Rey -qué desacertado; y él no suele- denominó anteayer en la Pascua Militar "guerra ilegal". ¿Existen guerras legales, si, en el fondo, en ellas sólo sufren de verdad los débiles, o sea, la gran mayoría? De pronto, Rusia -la oficial- ha tenido la desfachatez y el imperial cinismo de declarar una tregua en el conflicto ucraniano que ella ha provocado. Y lo ha hecho en nombre de las fiestas religiosas. La guerra y la paz, fusionadas unos diítas, quién sabe con qué caballo de Troya metido de rondó en el campo de batalla. La desvergüenza suma, nada que ver con lo conmovedor e insondablemente humano de aquella tregua de la Navidad de la Primera Guerra Mundial que "declararon", sin orden oficial alguna, los soldados alemanes, los franceses y aliados en las trincheras del Frente Occidental en 1914. La verdadera fraternidad que allí debió de haber emergido está a océanos de distancia moral de la tregua perversa de Putin. Si hablar de la Navidad un ocho de enero es pasado y nostalgia, hablar de tregua en nombre de ella mientras el agresor se rearma para seguir devastando fue para llorar.

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