Las dos orillas
José Joaquín León
Noticia de Extremadura
El extranjero estaba en los nombres de ciudades serigrafiados en el cristal iluminado de la radio, en el atlas escolar, en los mapas de las paredes de la clase, en el pequeño globo terráqueo de yeso que se regalaba a los niños o se colocaba en mesa de las fotos escolares, en las pantallas de los cines, en los tebeos, en los libros de Salgari, de Stevenson, de Sabatini, de Rider Haggard o de Julio Verne, cuya obra se publicó bajo el título genérico de Viajes extraordinarios. El mundo era pequeño y propio, no ancho y ajeno como aquel al que destierran a los comuneros indígenas en la gran novela de Ciro Alegría. Era abarcable y familiar: se conocía y nos reconocía. Cautivos y a la vez cautivados por ese mundo propio, se soñaban los mundos extranjeros de la radio, los atlas, los mapas, el globo terráqueo, las películas, los tebeos, los libros... “Para el niño, enamorado de mapas y estampas, / el universo es igual a su vasto apetito. / ¡Ah! ¡Cuán grande es el mundo a la claridad de las lámparas!”, escribió Baudelaire. Se creía que viajar ampliaba los conocimientos, curaba de aldeanismos y provincianismos, forjaba el carácter, hacía más tolerante, convertía en experiencia vital, real, lo leído. Y era cierto. Pero no una verdad absoluta.
Mejor estudiar latín que viajar a Roma, dijo alguien hace siglos. También viajan las maletas, dijo otro más recientemente. Añadiendo: …y vuelven como salieron. Desde los tiempos elitistas del Gran Tour, el viaje educativo por Europa que hacían los jóvenes aristócratas o nuevos ricos, a los actuales del democrático e igualitario turismo de masas, las cosas han cambiado mucho. Aunque siempre ha habido escépticos, como aquel Joachim Du Bellay que tanto amaba los clásicos y tan decepcionado quedó por Roma, escribiendo en Las añoranzas: “¿Cuándo, ¡ay!, volveré a ver las viejas chimeneas / y el humo de mi aldea? (…) / Amo más el albergue de mis padres en Galia / que la frente orgullosa de un palacio latino, / más que los duros mármoles amo la piedra fina, (…) / más mi pequeña aldea que el monte Palatino”. Un caso extremo de decepción al confrontar el ideal leído con la realidad vivida. Lo común es que nada se gana viajando si nada se tiene al partir. Dando la vuelta a una conocida frase, “primun leggere, deinde itinerare”.
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