La laguna de Santa Olalla, la reserva de agua dulce permanente más importante del Parque Nacional de Doñana y la última que mantenía agua en agosto, se ha secado y ha quedado reducida a un charco de apenas dos metros de largo por uno de ancho, según han señalado técnicos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). No es la primera vez que se da esta circunstancia: también en las grandes sequías de comienzo de los años ochenta del siglo pasado y de mediados de los noventa el humedal se quedó prácticamente seco. La de ahora viene a complicar aún más la situación de una de las reservas biológicas más importantes del mundo y un elemento imprescindible del patrimonio natural español. La Unión Europea ha puesto bajo vigilancia lo que allí está pasando y ha lanzado serias advertencias al Gobierno español. En junio del año pasado, el Tribunal de Justicia de la UE sancionó a España por incumplir sus obligaciones y permitir las extracciones masivas de aguas subterráneas. En Doñana, se da una triple amenaza: la del cambio climático, la de la excesiva presión humana en el entorno, sobre todo en los meses de verano, y la de la presión de la agricultura intensiva. De todas ellas, la que más urge solucionar y la más fácil de acometer es la tercera. Las obras hidráulicas, competencia del Gobierno central, que permitirían compaginar los intereses de un sector prioritario en la economía de la zona y los de la reserva natural son de una urgencia perentoria y este mes se verá en el Parlamento andaluz la ley que regularizará algunos de los regadíos de la zona. Cuanto antes se dé solución a este problema más cerca se estará de normalizar la situación del Parque Nacional. Pero ojo con Doñana porque se trata de una marca que resuena en todo el mundo y España y Andalucía se juegan mucho de su prestigio en su defensa. El deterioro de un espacio natural tan importante es, por muchas razones, un lujo que no podemos permitirnos.
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