Tribuna

Francisco J. Ferraro

Miembro del Consejo Editorial del Grupo Joly

Meritocracia e igualdad de oportunidades

Una sociedad regida por la meritocracia favorece la libertad y el progreso social, pero necesita que la igualdad de oportunidades reales sea una institución central de la sociedad para que favorezca la justicia

Meritocracia e igualdad de oportunidades Meritocracia e igualdad de oportunidades

Meritocracia e igualdad de oportunidades

La meritocracia, entendida como "sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales" (RAE) es un valor implícitamente aceptado en nuestra sociedad, aunque sin la beligerancia de los países anglosajones que fundamentaron en el mérito un sistema de organización social superador de la aristocracia hereditaria. Sin embargo, el debate sobre la meritocracia y sus implicaciones debería ocupar un papel relevante en la sociedad pues es un principio moral y un sistema operativo para la organización social.

La meritocracia, como sistema superador del viejo régimen, se incardina en el desarrollo del capitalismo y la necesidad de que las personas más cualificadas dirijan no solo los asuntos colectivos (políticos, económicos, militares, judiciales, sanitarios, educativos) por razones de eficiencia pública, sino también la dirección de la actividad productiva privada por sus réditos sociales: capacidad de innovación, eficiencia productiva y mejora de la competitividad, lo que deviene en externalidades positivas para la sociedad. Por ello, una sociedad que se ordene por el mérito será más justa y eficiente y, como consecuencia, progresará más aceleradamente, por lo que, el mérito, valorado por las capacidades individuales, debe determinar las responsabilidades profesionales y los ingresos personales.

Sin embargo, existe una amplia (y creciente) crítica contra la meritocracia por múltiples razones: los críticos aducen que su aplicación irrestricta conduce al darwinismo social con una creciente polarización, que genera una complacencia nociva entre los ganadores e impone una sentencia muy dura sobre los perdedores, que la definición y cuantificación del mérito es discutible, que se constata en las últimas décadas un aumento de la desigualdad y la reducción de la movilidad social vertical, que la jerarquía de los mejores tiende a perpetuarse en el tiempo y a autoprotegerse, lo que alienta el populismo, y que si una sociedad se organiza exclusivamente sobre la base de la meritocracia puede provocar injusticias y desigualdades socialmente inaceptables.

Para ponderar la insuficiencia de la meritocracia como principio sustentador de la organización social merece recordarse la propuesta de John Rawls en su Teoría de la Justicia, en la que utilizó el "velo de la ignorancia" como recurso para referirse a una situación imaginaria de cualquier individuo antes de nacer, que se enfrentaría a la vida condicionado por dos loterías: una lotería natural, que viene informada por las características genéticas y que determinan las capacidades y las características físicas de cada persona, y otra lotería social que viene determinada por el lugar, la familia y el contexto social del nacimiento y desarrollo de los niños. Con esas premisas la sociedad debe pactar los principios por los que se rija, lo que debe hacerse con la mayor imparcialidad y tratando de que sea lo más beneficioso posible para todo tipo de individuos. Y propone un pacto racional que conduce a dos principios centrales de la justicia: las mismas libertades e igualdad de oportunidades. Las mismas libertades en una sociedad exige reglas para hacer compatibles las libertades propias con las ajenas, y la igualdad de oportunidades debe ser real no sólo formal; es decir, exige regulaciones sociales y medios para alcanzarla.

Muchos países han desarrollado políticas de igualdad de oportunidades, concretándose fundamentalmente en becas para la formación de estudiantes con insuficientes recursos, pero no benefician a la inmensa mayoría de los niños y jóvenes con recursos escasos, son limitadas en su cuantía, no suelen aplicarse a edades tempranas que son las más decisivas en la formación y no cubren las necesidades formativas y adaptativas de forma semejante a los hijos de las clases altas. Por ello, como ya he expuesto en otros artículos en esta misma tribuna, una política decidida de igualdad de oportunidades exigiría asegurar una educación de excelencia (formación en conocimientos, capacitación profesional y adaptabilidad social) a toda la población desde la infancia hasta los 17-18 años. Un objetivo formativo tan ambicioso requiere cuantiosos recursos públicos y no puede implementarse en el corto plazo. Pero si puede concebirse como un programa a medio plazo, sobre el que se puede edificar la reformulación de un Estado de Bienestar menos asistencial y más basado en la provisión de capacidades para que los individuos puedan responsabilizarse de sus propias vidas (sin detrimento de la solidaridad y de una red pública de seguridad básica), lo que también haría a la sociedad más dinámica y emprendedora.

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